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Título: Submundo
Autor: Don DeLillo
Editorial: Seix Barral, 1997
Ciudad: Barcelona
Páginas: 904
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LUIS RIVAS | “Ninguna de las personas entrevistadas en su lecho de muerte lamentó no haber visto más partidos de béisbol”. Esta conclusión, publicada por una universidad de Dakota del Norte en relación a un estudio sobre últimas voluntades, podría habernos asaltado desde la cuneta de alguna página de casi cualquier novela de la posmodernidad americana, corriente que se ha visto obligada a articular la debida introspección sobre el ruido de fondo de las más grandes cotas de progreso de la humanidad.
Bajo las expectativas del partido del siglo, del concierto que se constituirá en emblema de una generación o las amenazas nucleares que habrán de jalonar la Historia, el ciudadano medio se consume en sus propias aventuras poco espectaculares y rezagadas con respecto al desarrollo de la nación, granjeándose para sí una sensación endémica de fracaso y su correspondiente frustración. Es el submundo de los blue-collar, de los obreros que trabajan muchas horas para poder gastar sus salarios en los shows, de los proyectos de jubilado que descubrirán que la sentimentalidad es el valor exclusivo de los recuerdos y la redención, el único final feliz.
Don DeLillo alcanzó el debido reconocimiento con la publicación de Submundo en 1997. Concebida como una narración generacional de largo aliento, la novela se desnuda desde los primeros compases como un órdago a esa entelequia que es la Gran Novela Americana, con un extenso prólogo donde se narra la final de las Series Mundiales de 1951, el evento superlativo a cuya sombra sueñan los hijos de la pobreza que burlan a los guardias de seguridad y se contonean entre los tornos de acceso al estadio.
Una de estas larvas del subsuelo, precisamente, se hará con la bola del home-run decisivo de la final en una bonita epifanía del sueño americano, la justicia social y la redistribución de la felicidad.
Una pluma sombría
Sin embargo, todo es sombrío bajo la pluma de DeLillo. Y no me refiero necesariamente al hecho de que el padre del chaval le robe la bola de la final a su hijo y la venda por apenas treinta dólares, algo más o menos al alcance de cualquier literatura de denuncia social, sino a ese rasgo que ha convertido al escritor del Bronx en un profeta del miedo: la dichosa bola de béisbol representa el núcleo de la bomba atómica y las trayectorias de los misiles cubanos volando sobre las cabezas de los niños americanos, inconscientes, para quienes todo es un juego.
En una sociedad vertiginosamente cambiante, el miedo, sempiterno, se presenta como la forma ideal de conectar el presente de su historia, los años 90, con el tiempo inicial de la misma. Los temores de la Guerra Fría, enjugados por las certezas de la superioridad democrática, laica y liberal, se han transformado ahora en pánico a la nada y lo desconocido, en la amenaza terrorista que no descansa y ante la que debemos ensayar nuestra felicidad consumista día tras día…
Mientras tanto, algo nos acecha desde esos cementerios de basura que gestiona el protagonista de la novela, Nick, dispuesto a emprender un periplo por América en busca de objetos de material de coleccionismo de aquella final de las Series Mundiales del 51. De capítulo en capítulo, vemos cómo los hombres han abandonado el trabajo duro y digno y se han conformado con las mejoras traídas por la mecanización y la química, habiendo pasado a dedicar su tiempo de ocio y su dinero negro a serles infieles a sus parejas, so pretexto de mantener vivos sus matrimonios, y tener, de paso, algo que contarle al psicoanalista.
La novela, en definitiva, gira continuamente entre esas dos velocidades que desconectan al individuo de la sociedad, haciendo hincapié en los problemas que el desarrollo científico-técnico del progreso está generando en un ser humano cada vez más desnaturalizado.
Con respecto al estilo, la novela va y viene y agita al lector entre diversas décadas sin riesgo para la comprensión coherente de la historia, evidenciando un magistral manejo del tiempo y de las estructuras. En relación a los rasgos puramente formales, la prosa de DeLillo se adapta perfectamente al espíritu de sus historias. Así, combina la sobriedad efectiva del realismo sucio –recurriendo, incluso, a la ecolalia– con un lirismo de fondo que permite el gozo estético con cierta cadencia.
Por último, no cerraremos este artículo sin recordar que la última parte de esta narración monumental puede llegar a hacerse un poco pesada, acaso por coherencia con la futilidad llegada tras la caída del Telón de Acero, acaso como penitencia por la propia ambición de la empresa.
En el nº 2.931 de Vida Nueva.