JOSÉ LUIS CELADA | Redactor de Vida Nueva
Por fin una buena noticia para el mundo de la cultura, sometido al castigo de un IVA caprichoso y desproporcionado: una vez enterrado el espíritu de Cervantes –con su sabia censura de los vicios, abusos y defectos… humanos y literarios–, al menos tenemos
su cuerpo. O lo que queda de él.
Confirmado el hallazgo de sus restos en un convento madrileño, parece llegado el momento de sacar pecho a cuenta de nuestro escritor más universal. También, claro está, de posar para la foto.
Hasta ahora, toda la herencia del genio alcalaíno se reducía al Premio Cervantes, al Instituto Cervantes y a Don Quijote de la Mancha, un libro convertido en objeto de culto más que de lectura. ¿Alguien en su sano juicio –ese que empleara tantas veces el bueno de Sancho para aplacar los desvaríos de su señor– pretende hacernos creer que unos cuantos huesos resucitarán el interés por el autor y el amor hacia su obra? Aquí solo importa atraer al turista y hacer caja.
Otra cosa es lo que quieran contarnos los políticos de turno, enfrascados en batallas dialécticas que sonrojarían al mismísimo don Miguel. Solo cuando dejen de tratar a la cultura como una mercancía, para considerarla un bien, podremos celebrar que el mayor embajador de nuestra lengua está de vuelta.
Mientras, como ya ocurriera con Velázquez, uno tiene la impresión de haber visto otro episodio de CSI Madrid.
En el nº 2.935 de Vida Nueva.
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