TÍSCAR ESPIGARES | Comunidad de Sant’Egidio
I Estación. Julia tiene 75 años. Vive en una habitación alquilada de un viejo edificio del centro de Madrid que apenas consigue pagar con los 367 euros que cobra de su pensión no contributiva. A mediodía suele ir a un comedor social, aunque algunos días no sale a la calle, porque la pensión no tiene ascensor y cada vez le flaquean más las piernas. No tiene familia. Está sola. El otro día se asustó mucho, pues estaba confusa y no sabía cómo regresar a casa. A veces se pregunta: ¿qué futuro me espera? Y la única respuesta que encuentra, en los momentos de más lucidez, es un temblor frío que le atraviesa el alma.
II Estación. Mariana es una mujer rumana que llegó a Madrid hace cinco años. Tiene dos hijos pequeños que se han quedado en Rumanía, al cuidado de los abuelos. Duerme al raso, oculta entre los arbustos de un parque. Pasa el día pidiendo limosna en la puerta de una iglesia, entre miradas de indiferencia y a veces de desprecio, porque Mariana, además de rumana, es gitana. Pocos saben que ella, como otros compatriotas suyos, consigue mantener a la familia de Rumanía con lo poco que gana pidiendo. Hoy les han robado todas las mantas; esta noche será muy dura y muy fría.
III Estación. Fernando nació hace 30 años en un barrio de la periferia del sur de Madrid. No estudió más que hasta sexto de EGB. No forma parte de esa “generación de jóvenes más preparada” que hoy emigra buscando trabajo fuera de España. Ha trabajado esporádicamente de peón en alguna que otra obra, pero ya lleva más de cuatro años en paro y sin perspectivas. Además, su madre, con quien vive, está muy enferma. A veces se desespera y ha tenido algún que otro escarceo con el alcohol; son las pocas “salidas” que ofrece el barrio. Pero la triste realidad vuelve con implacable puntualidad al día siguiente.
Manuel, Inma, Antonio, Mari… son muchos los que componen este vía crucis cotidiano de hombres y mujeres descartados, ignorados, abandonados, que luchan cada día por sobrevivir. Aunque muchos no se fijen en ellos, habitualmente pasan a nuestro lado. Son cruces invisibles que pueblan y recorren nuestras ciudades.
El Viernes Santo nos invita a contemplar la Cruz de Jesús. Descubramos junto a ella todas estas otras cruces, contemplémoslas a la luz del Evangelio. Todos ellos esperan con urgencia el anuncio de la Resurrección. La Pascua libera una fuerza poderosa capaz de transformar hasta las situaciones más oscuras. Cristo ha resucitado y el mal no tiene la última palabra. Tampoco hoy.
La semana pasada, Adela me dijo: “Cuando estoy contigo me siento viva”. Porque la soledad mata, el aislamiento mata, pero el amor devuelve la vida. ¡Cuánta necesidad de misericordia hay en este mundo nuestro! Misericordia que devuelva la vida y la esperanza a todos aquellos a los que se la han robado. El papa Francisco acaba de anunciar, en el corazón de esta Cuaresma, un Año Santo de la Misericordia.
Es una gran puerta que se abre ante todos nosotros. Que sea el inicio de un mundo renovado y vivificado por el amor.
En el nº 2.935 de Vida Nueva