FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
Días pasados, la prensa española recogía las declaraciones efectuadas por una cualificada dirigente de un partido conservador que, en un programa televisivo de máxima audiencia, declaró que en su partido “no caben las personas que dicen no al aborto” (sic).
En las mismas fechas, el Gobierno autonómico de izquierdas de una importante región española daba los pasos legales para expropiar a la Iglesia española un templo catedralicio a fin de dar satisfacción a otra confesión religiosa, aduciendo, entre otros pintorescos argumentos, que no estaba correctamente registrada la propiedad de la Iglesia, a pesar de los varios siglos continuados de culto religioso.
Para completar el dislate, en esas datas, un partido emergente en el escenario político español anunció su propósito de ¿expropiar? la torre de la Giralda para así desvincularla de su condición de campanario de la catedral hispalense. Y para redondear la boutade, denunciaba el atropello injustificable de lo público que representan las procesiones de Semana Santa en las ciudades españolas.
Y como no hay tres sin cuatro, otro de los partidos emergentes, a la hora de presentar su programa, se esforzaba en subrayar su laicismo y, sin ninguna originalidad, hacía suyos los ya manidos propósitos de denunciar los Acuerdos con la Santa Sede, limitar la financiación de los centros educativos concertados y suprimir los supuestos beneficios fiscales de la Iglesia católica.
A su vez, el Gobierno de la nación, por boca de un ministro, fijaba la doctrina de que las exenciones naturales de los partidos políticos tenían la misma naturaleza que las que se aplican a Cáritas, por entender que su labor es sencillamente la misma.
Y si alguna duda quedaba sobre cuáles son las preocupaciones prioritarias de nuestra actual clase política ante el incremento de la violencia en los campos de fútbol, se acaban de dictar unas rigurosas normas que sancionan, por ejemplo, llamar borracho a un jugador o mofarse con cánticos de las aficiones rivales, aunque no se impide que habitualmente se siga blasfemando o haciendo mofa o vejación de los símbolos religiosos, eso sí, siempre que sean exclusivamente de la fe católica, porque, en el caso de otras confesiones, el ataque sí sería punitivo por las leyes, ya que atentarían contra los derechos de las minorías.
Cualquier violación de los derechos de las ¿minorías?, ya lo sean estas por razón de género, sexo, raza, forma de convivencia, inclinación afectiva, etc., inmediatamente –como debe ser– es denunciada, condenada y castigada con concentraciones silenciosas, plenos extraordinarios en ayuntamientos y parlamentos, comunicados públicos e, incluso, manifestaciones callejeras.
Tan solo en esa materia testimonial hay una excepción que confirma la regla. Ante el genocidio y el holocausto planificado y continuado que en numerosos países de África y de Asia se están llevando a cabo contra los cristianos que allí moran, desde hace milenios en muchos casos, nadie, repito, nadie, alza su voz. Ni gobiernos, ni gobernantes, ni por desgracia gobernados.
Al contrario, al tratarse en la mayoría de los casos de países musulmanes y de ser siempre las organizaciones terroristas y criminales de origen coránico, lo que se pide siempre es una exquisita prudencia a la hora de tratar el asunto para no incurrir en una peligrosa islamofobia, sin olvidar, como dicen algunos, que la responsabilidad última, como no podía ser de otra manera, está en sus orígenes en las intransigencias históricas de la Iglesia católica y las Cruzadas.
Tiempos de pasión en nuestra querida España, en la que las dramáticas imágenes procesionales del Cristo Crucificado cobran la actualidad que le dan los tiempos actuales que vivimos.
En el nº 2.936 de Vida Nueva