CARLOS MARTÍNEZ OLIVERAS, CMF
Hemos celebrado la 44ª Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada. Y digo bien. No solo la hemos “tenido”, sino que la hemos “celebrado-disfrutado” con el encuentro, la formación y la liturgia. Se notaba en los rostros una serena alegría de querer dar testimonio de la belleza de la vocación consagrada y una convencida decisión de ahondar en las claves fundamentales de esta forma de vida eclesial. Por eso, me brotan al final de estos días tres palabras: agradecimiento, profundidad y esperanza.
El agradecimiento es obligado por la extraordinaria respuesta obtenida, por la presencia de los pastores y su palabra de aliento a la Vida Consagrada (comenzando por el Papa) y por la entrega generosa de tantos para llevar adelante este acontecimiento eclesial uniendo fuerzas y siendo reflejo de un pentecostés carismático.
La profundidad viene por las ponencias que han repasado los desafíos fundamentales que atraviesa la Vida Consagrada, los núcleos teológicos y eclesiológicos que la configuran y las aplicaciones prácticas y vivenciales que son reflejo encarnado de los principios fundamentales.
La esperanza brota por ver la alegría en los rostros esculpidos a golpe de Evangelio y la ilusión de las nuevas generaciones que se saben llamadas a continuar con la antorcha de esta vida eclesial y hacer de ella luz, fuerza y sabiduría para el siglo XXI.
En el nº 2.937 de Vida Nueva