ALBERTO INIESTA | Obispo auxiliar emérito de Madrid
Por una mirada, un mundo, decía Bécquer. ¡Si supiéramos mirar…! La humanidad sería para nosotros como un gran museo de imágenes de Dios, y el Universo, el escenario de sus obras.
En la liturgia de la Iglesia se concentran lo humano –palabra, cuerpo, color y movimiento– y la naturaleza –pan y vino, aceite y agua–, más el añadido secreto de la gracia divina.
Por eso, especialmente en la liturgia debemos despertar nuestra mirada para llegar del signo a lo significado. La celebración no solamente no es un estorbo para nuestra devoción, sino una llamada a lo profundo, como la cáscara a la almendra. Ya la vida cristiana tiene otros momentos para el recogimiento, el silencio y la meditación.
No es que la gracia dependa solamente de su presentación, pero sí que es muy conveniente emplear fórmulas apropiadas pedagógicamente como envoltorio. Recordemos, por ejemplo, la diferencia entre la celebración de la Misa en latín o en la lengua del pueblo.
Por eso, es mejor mirar al que lee unas moniciones, al que proclama la Sagrada Escritura, al predicador o al que damos la paz. En este ultimo aspecto, aparte del que se dan los enamorados cara a cara, parece poco expresivo ese abrazo digamos colateral, en el cual dan ganas de decir en broma: que se te ve la oreja… ¡Cuánto mejor sería mirarse cara a cara, mientras estrechamos nuestras manos, esa preciosa herramienta de comunión y comunicación!
Nunca aprenderemos a mirar de una vez para siempre. Gracias a Dios, la mirada más completa es la de la fe cristiana, que puede abarcar al mismo tiempo el universo como obra divina, la humanidad como imagen de Dios y la Iglesia como nido de la Trinidad.
La fe cristiana no se puede cambiar, pero se puede profundizar, explicar, aplicar y anunciar de acuerdo con los signos de los tiempos, con el impulso del Espíritu Santo y la guía de la Iglesia.
Es tarea para toda la vida, hasta que Dios nos conceda una mirada nueva, por una mirada un mundo… nuevo.
En el nº 2.937 de Vida Nueva.