(José M. Vegas, cmf- Misionero claretiano en Rusia) Hay verdades absolutas o sólo el cambiante discurrir de las cosas? ¿Existen valores objetivos o nada más que intereses subjetivos, sometidos a la relatividad del espacio y del tiempo? ¿Fundamentalismo dogmático o relativismo disolvente? Sin verdad ni bien la vida se vacía. Pero su afirmación fuerte (en realidad de versiones deformadas de ella) se convierte a veces en una amenaza, si no en una pesadilla.
Se trata de la vieja discusión entre la razón y los sentidos. La razón, tan solemne, inmutable, vertida a lo universal de las esencias. Los sentidos, risueños, cambiantes, absortos en la corriente fluida, colorida y superficial de la vida. ¿Contradicción o dos cabos necesarios en la vida humana? Enzarzados en la polémica solemos descuidar que aquellos pensadores que mejor han visto la almendra del problema (desde Aristóteles a Zubiri, pasando por santo Tomás y hasta Kant) han reivindicado el papel mediador de la imaginación. La fantasía, cercana a la concreción cambiante de los sentidos, se eleva sobre ellos y sus imágenes, más estables que lo sensible, se acercan a la permanencia de la razón.
Uno de los problemas de hoy, zarandeados entre extremismos fundamentalistas y relativistas, es la falta de imaginación, a la que hace cuarenta años quisieron dar el poder jóvenes revolucionarios; jóvenes de antaño que hoy, convertidos en funcionarios aburguesados de Bruselas, testimonian los medianos resultados de aquella movida. Hay que darle una nueva oportunidad a la imaginación: que medie para tender puentes entre lo temporal y lo eterno. Saber encarnar lo perenne en lo fugaz y elevar lo pasajero a lo que realmente vale es cuestión de fantasía, y es también, en el fondo, el secreto del verdadero amor.