JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
No les resulta creíble. Algunos reputados analistas políticos le buscan las costuras al papa Francisco. Dicen que es un electrodoméstico multiuso en la escena internacional, con una sobreexposición mediática y “afán por meter el dedo en todos los pucheros”. Vamos, algo así como si a Bergoglio lo que realmente le gustase es figurar, el postureo que se dice ahora… Bueno, algo se ha avanzado en el análisis, pues ya no todo se reduce a glosar este o aquel atuendo pontificio ni a medir los centímetros de puntillas del alba para acabar deduciendo que volver al latín es cosa de tres tiempos litúrgicos.
La revista Forbes dice que Francisco es uno de los cuatro hombres más poderosos del mundo. Siendo meritorio, no es un dato para poner en una tarjeta de visita. Nadie le discute el poder en Corea del Norte al joven Kim Jong-un, aunque no todos le respetan. Algo similar pasa si uno ha sido gerente del todopoderoso FMI… Sin embargo, la talla moral del Papa crece muy por encima de cualquier otro líder mundial, claramente sobredimensionado hoy el concepto de estadista. Tal vez sea esta orfandad en tiempos de volatilidad lo que ha llevado a Francisco a pringarse con cuestiones que, a pesar de su enjundia, no despiertan conciencias.
Así, ha metido el dedo en el puchero del medio ambiente para remover el caldo gordo que las grandes potencias están haciendo a costa de la salud del planeta, con gobiernos que ni siquiera se sonrojan cuando compran cuotas para poder seguir contaminando o explotando los recursos de los países pobres. También ha removido en la marmita de la inmigración para meter directamente el cucharón en el ojo de la “envejecida” Europa y pedirle que vuelva a ser “referencia de humanidad”.
Y se ha atrevido a echar agua fría en la olla a presión de Oriente Medio (ahí están las amenazas yihadistas) para reclamar cordura, invitar a las religiones a desactivar fanatismos medievales y denunciar con ardor y dolor la mayor persecución de nuestros días: la de cristianos. Ah, y está la cacerolada que ha despertado la memoria genocida de Turquía, que le costó un “erdoganazo”, algo que entre estadistas solía resolverse con un envío de tropas a la frontera.
Solo cabe aquí este puñado de marrones sobre los que la comunidad internacional pasa de puntillas mientras él insiste en meter el dedo. Ojalá ese dedo marcase un camino para el mundo, pero hoy solo certifica su absoluta soledad.
En el nº 2.939 de Vida Nueva