JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
No poseo una estadística fiable al respecto, pero da la sensación de que los últimos años han sido ricos en catástrofes de todo tipo. Dejando de lado las guerras, que son un fenómeno de iniciativa puramente humana, hemos asistido a la visión de huracanes, lluvias torrenciales, inundaciones, tornados, erupciones de volcanes, vientos desatados, incendios y epidemias (el sida es endémico en África) y, para mayor desgracia, tales desastres parecen concentrarse en las zonas más pobres del globo.
A diario hemos asistido a la sucesión de imágenes que estremecen por su crudeza y por el desamparo de quienes se ven afectados. Solo queda el rastro de los muertos y heridos, del llanto y de la peregrinación hacia ninguna parte de los que nada tienen. Después del terremoto de Nepal, una vez más, como tantas otras, la catástrofe se ha cebado en los más pobres. Las preguntas nos asaltan de inmediato: ¿por qué?, ¿por qué pasan estas cosas y justamente allí donde más daño hacen?
Enseguida aparecen los visionarios que intentan buscar explicaciones exotéricas de todo tipo. Antaño sucedía lo mismo. La catástrofe natural es el alimento favorito de los agoreros que ven la razón en la atrabiliaria venganza de la divinidad. No debemos creer que tales fenómenos sean producto exclusivo de esta época. Han existido siempre, aunque no siempre hayamos guardado memoria de ellos.
En tiempos del emperador Teodosio hubo un huracán de tal magnitud en el Mediterráneo que hizo desaparecer, entre otras, a la ciudad portuaria de Alejandría. Los testimonios dicen que los barcos fueron arrastrados por el oleaje hasta caer sobre los tejados de las más alejadas edificaciones del interior. En aquella misma época de cruentas guerras con los bárbaros hubo epidemias, inundaciones, incendios y desastres sin cuento. Algún tiempo después, quienes relataron los hechos quisieron ver en las catástrofes un signo evidente del final de una era.
Por lo que sabemos, estas catástrofes afectan a cualquier punto de la Tierra, solo que aquellos más favorecidos por su riqueza material se recuperan antes, y la destrucción queda subsanada relativamente pronto, tanto como para que caiga más rápidamente en el olvido. En cambio, cuando el cataclismo sacude a las zonas más miserables, la recuperación es lenta, muy lenta.
A causa de su pobreza, esas gentes viven en zonas propensas a catástrofes. Habitan viviendas frágiles que las fuerzas naturales destruyen fácilmente. No tienen un seguro que les pague los destrozos, las simientes y otros activos que han perdido y que necesitan para ganarse la vida. No tienen ahorros para obtener alimentos y recursos de emergencia. La situación es aún peor porque muchas comunidades rurales pobres carecen de agua potable, servicios de atención de salud o sistemas de comunicación.
Si no se produce una intervención rápida de asistencia de emergencia, seguida por un apoyo a largo plazo a la reconstrucción, las pérdidas de vida y los padecimientos humanos de esas comunidades seguirán aumentando. Al menos, y como contrapartida, se despierta la compasión y la solidaridad de los pueblos, se mueven las voluntades de ayuda y los medios de comunicación amplían mucho más el suceso.
El mundo tiene sitios más frágiles; aquellos donde la densidad de población es mayor dentro de un espacio comparativamente pequeño. Cualquier desastre, en estas condiciones, asume proporciones descomunales. Es lo que sucede ahora en Nepal. No se trata únicamente de ayudarles a recuperarse, sino también de aumentar su capacidad de hacer frente a catástrofes naturales en el futuro, dándoles la oportunidad de salir de la abrumadora pobreza que las hace tan vulnerables.
En el nº 2.942 de Vida Nueva