CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
En caso de duda, misericordia. Presunción de inocencia. In dubio, pro reo. En fin, que si el asunto no está claro, hay que ponerse a favor del acusado. Alguien, con no poca sorna y muy desilusionado, lo sintetizaría a lo castizo: “¡Vamos, irse de rositas! Aquí no ha pasado nada y que Dios reparta suerte”.
La misericordia, el perdón, la magnanimidad y hasta el tener buen corazón, se han tomado, muchas veces, como impunidad, prevaricación… Los más condescendientes, tildándolas de blandenguería, compasionismo y cobardía. La misericordia no es debilidad, sino razón de justicia que protege al más desamparado. El perdón no es claudicación, sino superación del odio y el deseo de venganza. La magnanimidad es nobleza que huye de toda forma de paternalismo.
Lo de tener buen corazón es lo más propio del hombre, que sabe todo el respeto que merece la dignidad de la persona, sea cual fuere su situación. La misericordia no es prevaricación, sino la apoteosis de la justicia. En fin: “Odiar al delito y compadecer al delincuente”.
Ante la situación de indigencia, la eficacia de la respuesta va siguiendo una escala de valoración y de responsabilidad. El primer grado es el del altruismo, que procede de buenos sentimientos y de sentirse implicado ante la indigencia.
Pronto vendrá la justicia, porque esa persona es sujeto de unos derechos ineludibles. Además, ese individuo necesitado es un hermano que pertenece a una comunidad universal y merecedor de acciones de solidaridad. Los últimos escalones, a los que solamente se puede acceder si antes quedaron bien asentados los de la justicia y del derecho sobre los de la caridad, que es el amor cristiano y la misericordia, que es acercarse al necesitado teniendo en cuenta la ejemplaridad del amor de Cristo.
Si esta era la escala que se había de subir, estas son las acciones a realizar: aliviar las heridas con el óleo de la consolación, vendarlas con la misericordia, curarlas con la solidaridad y la debida atención. Imponer bondad y perdón en el vacío que deja el pecado, para que las heridas causadas por el mal no se infecten con sentimientos de odio y deseos de venganza. Que así lo quiere el Evangelio, la tradición cristiana y el magisterio de la Iglesia.
No podía ser de otra forma, pues el amor y la misericordia son criterios y señales de discernimiento necesario para saber con certeza quién es verdadero hijo de un Dios justo y misericordioso.
Siempre gusta recordar aquellos sabios consejos y sentencias de san Agustín. Si solamente los limpios de corazón pueden ver el rostro de Dios, habrá que cuidar mucho los sentimientos y aceptar el blanco paño que Dios ofrece, la misericordia, y que es el único capaz de limpiar y purificar las manchas que causara el pecado.
En el nº 2.945 de Vida Nueva