MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
El cardenal y secretario de Estado de la Santa Sede, Pietro Parolin, ha dicho que la aprobación del referéndum irlandés sobre el matrimonio homosexual en la católica Irlanda es “no solo una derrota de los principios cristianos, sino una derrota de la humanidad”. Frente a las palabras del arzobispo de Dublín, monseñor Diarmuid Martin, que había dicho que la Iglesia “tiene que tener en cuenta esta realidad”, el alto diplomático vaticano responde que, en efecto, debe tenerlo en cuenta, pero únicamente para “reforzar su empeño evangelizador”. Y, posteriormente, apela a que “la familia tiene que seguir estando en el centro y debemos defenderla, tutelarla y promoverla. El futuro de la humanidad y de la Iglesia depende de la familia. Golpearla sería como quitar los cimientos del edificio del futuro”.
Vayamos por partes. No deja de sorprender que un hombre, al parecer moderado, que ha dicho en ocasiones que –otro tema tabú en la Iglesia católica– el celibato de los sacerdotes no es un dogma de fe y, por tanto, podría revisarse, un avezado diplomático, reaccione ahora con tal virulencia ante el matrimonio homosexual. Podemos entender que a Parolin le haya producido “mucha tristeza” la aprobación del referéndum irlandés.
Nadie puede objetar lo que a otro le produce alegría o tristeza, incluso estaría de acuerdo en que el matrimonio homosexual va contra los principios de la Iglesia católica. Otra cosa es que vaya contra los principios cristianos. Porque lo esencial del cristianismo, lo que Jesús hizo durante su vida, y lo que nos encomendó, fue el mandamiento del amor. “Un solo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Y Jesús distinguió con su cercanía y cuidado a los marginados, a los excluidos. Eso fue una constante en su vida. Y san Juan nos recuerda: “Si alguno dice ‘yo amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso”.
Es cierto que Parolin no ha dicho que aborrezca a los homosexuales. Y que de lo que está preocupado es de la familia (la familia tradicional, podríamos decir). Pero es que el hecho de que se reconozca la posibilidad de contraer matrimonio a personas a las que antes no se permitía, en nada altera la fuerza de la familia. Primero, porque familia en sentido jurídico no es la unión de dos personas, ni el matrimonio, sino el hecho de tener hijos.
Son los hijos los que constituyen la familia. Lo que sucede es que, en las sociedades civiles, se admiten muchos tipos de familia: monoparentales, reconstituidas, de parejas del mismo sexo, de padres casados y de padres no casados… Y todos estos tipos conviven sin problemas con la familia típica, tradicional, que sigue siendo, y lo será, la prioritaria. Y está protegida como tal en todos los ordenamientos jurídicos.
La homosexualidad no es una enfermedad, ni una desviación o perversión sexual, como durante mucho tiempo se nos dijo. Es una variante sexual, una condición tan legítima y natural –puesto que se da en la naturaleza– como la heterosexualidad. Si el matrimonio es una comunidad íntima de vida y amor, como declaró el Vaticano II, no se entiende que esa vida y ese amor deban estar limitados a las parejas heterosexuales.
El hecho de no poder procrear, que es el argumento que muchos utilizan para negar legitimidad al matrimonio gay, no pertenece a la esencia del matrimonio civil; sí a la del matrimonio canónico, al que para nada me refiero. “Solo quien siga pensando en la homosexualidad como algo pernicioso y detestable, se opondrá a él”, ha dicho Benjamín Forcano. Por eso, para el 62,1% de los irlandeses, la gran mayoría católicos, no ha sido una derrota, sino un triunfo.
Quizá Parolin debería haber seguido las palabras del Papa: “¿Quién soy yo para juzgar a los gays?”. Derrota para la Humanidad –con mayúscula y con minúscula– es que 24.000 personas mueran cada día de hambre, que el Mediterráneo se haya convertido en una tumba para miles de personas, ante nuestra indiferencia, que casi 900 millones de niños no tengan acceso al agua potable… y otras tantas derrotas auténticas. periencia única e intransferible. Porque quizás, aunque yo no lo sepa, eso sea la religiosidad. Si ustedes lo saben, me gustaría que me lo dijeran.
En el nº 2.946 de Vida Nueva.