JOSÉ LUIS LARRUCEA (correo electrónico) | He leído con atención su artículo en el nº 2.939 de Vida Nueva sobre la religiosidad popular. A medida que iba leyéndolo, he tenido la sensación de que describía mis dudas y sentimientos ante este fenómeno.
Coincido con todas sus reflexiones, que me parecen atinadas y respetuosas. Aunque me cueste entenderlo, he aprendido a respetarlo. Pero la vida, con la cercanía a los marginados y enfermos, el cruzarme con la maldad, pero sobre todo con la bondad (sin conservantes ni colorantes), el leer y releer el Evangelio… me han convencido de que esas no son manifestaciones religiosas, o por lo menos no revelan si somos verdaderos cristianos.
Los cristianos tenemos un test de religiosidad sencillo y claro, que nos proporcionó Jesús de Nazaret: “La señal por la que conocerán que sois mis discípulos es que os améis como hermanos”.
Soy cura, tengo 74 años y cada vez creo con más fuerza que nuestra religiosidad se mide por nuestra capacidad de amar, de ser solidarios y pacíficos.
En el nº 2.950 de Vida Nueva
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