Tribuna

Günzburg y la naturaleza humana

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MARÍA DE LA VÁLGOMAMARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid

Vuelvo de una semana de descanso, un bello recorrido por ese inmenso río que es el Danubio, escenario de múltiples civilizaciones, que atraviesa siete países, con las más diversas lenguas y culturas. Como siempre que viajo, trato de documentarme antes de iniciarlo, pero esta vez no me da tiempo y comienzo el libro al mismo tiempo que mi viaje, pero en sentido contrario. El libro se inicia en las discutidas fuentes del nacimiento del río, en la Selva Negra, hasta su desembocadura en el Mar Negro; y yo, que no puedo en este viaje recorrerlo entero, lo remonto desde la bellísima Budapest hasta Passau, en tierras alemanas. Se trata, cómo no, de El Danubio, de ese clarividente, sensible, sabio y humilde escritor que es Claudio Magris.

El escritor triestino –la primera beca que yo tuve, a los 20 años, fue precisamente para hacer un curso en la Universidad de Trieste– logra un libro-río, valga la fácil redundancia, porque en él fluyen no solo paisajes y países, sino la Historia de la construcción, y tantas veces destrucción, de lo que podría entenderse como Europa central. Y, junto a la Historia con mayúsculas, la historia con minúscula, tan alejada de ese deseo de poder de los Habsburgo, que configuró el Imperio austrohúngaro; la historia de tantos héroes anónimos y de más de un villano, a lo largo de los siglos. Personajes de los romanos, los llamados bárbaros, los otomanos, los hunos, los turcos, los judíos, y también personajes actuales, con su cotidianidad y su fluir con el fluir del río, como fluye inexorable nuestra propia vida. Los lugares se asocian con personas que nacieron o vivieron en ellos.ilustración de Tomás de Zárate para el artículo 2952 de María de la Válgoma

Y, de pronto, aparece una ciudad para mí ignorada: Günzburg. El autor empieza a contarnos que en esta ciudad, conocida como la pequeña Viena, la población rindió homenaje, el 28 de abril de 1770, a María Antonieta, que se dirigía, con su corte nupcial de trescientos setenta caballos y cincuenta y siete carrozas, a su matrimonio con Luis XVI, y más adelante a su cita con la guillotina.

Pensamos que este hecho histórico, en ese momento festivo, es lo mas notable que sucedió en Günzburg. Pero, a continuación, Magris nos dice que en esa ciudad nació Josef Mengele, el médico asesino de Auschwitz. En ese campo de concentración, Mengele, “siempre sereno y sonriente –escribe–, arrojaba niños al fuego, arrancaba lactantes de los brazos de sus madres y los aplastaba contra el suelo, extraía fetos del vientre materno, hacía experimentos con parejas de gemelos –con especial pasión por los gemelos gitanos–, arrancaba ojos que ensartaba en la pared de su cuarto, inyectaba virus, quemaba genitales”. Mengele consiguió escapar a Paraguay, protegido por la dictadura de ese país, y es posible que aún esté vivo.

Magris nos dice que, antes de huir, estuvo un tiempo escondido en un convento de su pueblo natal y que, incluso en 1951, volvió furtivamente para el funeral de su padre. Ya ven, un buen hijo, el tal Mengele.

El autor asegura que no puede considerársele como un enfermo patológico. En el convento de Günzburg no hacía nada de lo que había hecho anteriormente, “tal vez regaba las flores y escuchaba respetuosamente el oficio vespertino”; es decir, era un tipo normal. Si entonces no mataba, era porque no podía, “porque las circunstancias se lo impedían”.

En el campo, el médico pensaba que sus acciones estaban reservadas a unos pocos elegidos, entre los que él se encontraba, pese a ser acciones de pura maldad, pero al alcance de cualquiera.

Y Magris termina con una espeluznante declaración que me produce un gran desasosiego, un profundo malestar: “Si no existe una ley, un temor, una barrera que impida hacer lo que en Auschwitz se podía hacer impunemente, no solo el doctor Mengele, sino tal vez todos y cada uno de nosotros podemos convertirnos en Mengele”.

Puesto que no conocemos en profundidad nuestra naturaleza, que no nos falten nunca tales límites.

En el nº 2.952 de Vida Nueva.