CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
No sé si se trata del trauma posvacacional o de la rutina y pereza que se desata al pensar que hay que comenzar a reorganizarlo todo de nuevo. También un particular cambio climático: el de las habilidades de la playa o del monte a los calores pegajosos de septiembre, el retorno a la oficina, al trabajo, al orden, al colegio. De la relajación a los horarios y a las prisas, a la formalidad en el atuendo y un poco al cansancio de todo.
El síndrome de septiembre, un tanto indefinido, tiene que ver bastante con lo que podemos llamar ‘el peso de la esperanza’, que es algo así como tener que asumir el tránsito de los días y los tiempos, siempre abiertos a lo que queda por venir y saber afrontarlo con los buenos recursos, supuestamente fortalecidos en las vacaciones veraniegas. Aunque, a veces, se sienta cansado de haber descansado tanto. Que lo digan, sobre todo, los que no tienen empleo.
El porvenir aterra. Se piensa en el retorno de los problemas que se dejaron aparcados: el otoño caliente con sus muchos sobresaltos, que siempre se pronostica; las situaciones nuevas de dificultad que se adivinan; la familia que cada día exige más cuidado… En fin, septiembre.
Para el creyente, se van a presentar enseguida dos tareas para realizar: asumir la esperanza que se le ha dado y hacerse él mismo razón y motivo de esperanza. En un horizonte siempre abierto, en que la mano tendida de Dios no va a faltar, ni tampoco el acompañamiento de muchas buenas personas.
Si en el trato con Dios no caben la tristeza ni la amargura, con el Señor habrá que hablar y presentarle el panorama de nuestras preocupaciones, estando dispuestos a escuchar lo que él dice y cómo se ha de caminar en el tiempo y con las gentes. Después, como a Moisés, se le notará en la cara que se ha estado en audiencia con Dios y que ha salido de esa santa conversación una persona renovada, un testigo de la esperanza.
La esperanza cristiana tiene sus propios recursos para abrirse camino entre asperezas y tropiezos. Lejos de cualquier proyecto retórico, está el convencimiento de que solamente con la iluminación de Dios, y el empleo de la inteligencia y de la buena voluntad, se puede uno encontrar con aquello que está dentro de sus más nobles deseos, tanto humanos como espirituales.
Una dosis de sentimiento positivo nunca vendrá mal. Sobre todo si uno se empeña en tomar la iniciativa de ser el que levante el ánimo a los un poco abatidos.
La esperanza exige serios compromisos de justicia, de transparencia en la conducta moral, de responsabilidad en quienes se ocupan de la gestión del bien de la comunidad. La esperanza tiene sus buenas razones. Pero sería una ofensa a Dios confiar en él y cruzarse de brazos. El cuidado de las realidades temporales, para que contribuyan al bien del hombre y a su bienestar completo, es también alabanza a Dios.
En el nº 2.954 de Vida Nueva