JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
Lo de Cataluña con el resto de España (y viceversa) es la crónica de un desamor, una relación que los políticos, de aquí y de allá (y también una parte de la Iglesia, de aquí y de allá), han ido ahogando con la rutina de las medias verdades hasta construir un imaginario donde se estima que la mejor solución (y más fácil) es dar un portazo y salir de la vida del otro. De ahí que las elecciones del 27-S, raras donde las haya (la BBC aún no ha logrado descifrarlas), con sabor a adiós, tienen un tufillo a ‘nulidad exprés’ porque, se aduce, una parte nunca tuvo fe en un proyecto común y, además, hubo maltrato ya en el noviazgo.
No serán, sin embargo, los obispos del lugar quienes diriman la salida a este drama, que, como siempre que hay hijos de por medio, deja una fractura abierta para toda la vida. Es verdad que los prelados han dejado oír su voz, aunque de tan impecablemente aséptica, resulta descarnada, a pesar de que hablan de un momento crucial e histórico. La nota que emitieron el 7 de septiembre no tiene casi nada nuevo.
Repite los fundamentos de Raíces cristianas de Cataluña, de 1985, algunos de cuyos párrafos fueron incorporados en las resoluciones del Concilio Provincial Tarraconense de 1995, bendecidas luego por la Santa Sede. La novedad, subrayada también por clérigos en Cataluña no sospechosos de nacionalismo español, es, sin embargo, la frialdad pastoral, la milimétrica equidistancia que hace endeble la invitación a “continuar” potenciando la convivencia cuando, salga lo que salga, la ruptura social es un hecho.
Hay quien dice que esa frialdad de la nota se debe a que los obispos catalanes tuvieron que apagar sobre ella la versión más incendiaria de un pastor enardecido de juventud (atención a ese líder en ciernes de un nacionalismo wojtyliano), que pretendía pasar factura a los dirigentes de aquella Conferencia Episcopal Española que, hace casi diez años, quisieron dar carpetazo al asunto con una instrucción llena de orientaciones morales.
Paradójicamente, se convirtió en un manual para separatistas. Vamos, lo que se llama el “efecto suegra”. Muchos, en Cataluña, y fuera, se sintieron dolidos. Como ahora, también, duele una ruptura que, para quienes hemos nacido a mil kilómetros al oeste de allí, tiene el regusto amargo del abandono, porque sí que se os quiere…
En el nº 2.956 de Vida Nueva