¿Por qué acojo en mi casa a un refugiado?

¿Por qué acojo en mi casa a un refugiado?

Virginia Ródenas. Periodista VIRGINIA RÓDENAS | Periodista

Por un profundo sentimiento de vergüenza. Es lo primero que siento que me conmueve. Es lo que sentí cuando, como periodista, acudí a cubrir la llegada a España, concretamente a la base de Torrejón de Ardoz, de decenas de refugiados kosovares que huían de una guerra que apestaba a escasos kilómetros de nuestro país sin que las imágenes de los cadáveres, de la brutalidad y el dolor nos hubiera removido las entrañas en tantos años. Yo estuve en la Guerra de los Balcanes y, en el avión que me trajo de regreso a Madrid, rompí a llorar, sin consuelo, sin fin. Entonces también lloré de vergüenza. Y cuando vi pisar suelo español a esas primeras familias de albanokosovares, se me saltaron las lágrimas por ese desfile de la vergüenza.

Me ocurre siempre, como hoy, al ver por la fría pantalla del televisor a miles de personas huyendo de la guerra, del hambre, escapando de la nada, los restos de los que son devorados por el Mediterráneo, a los que alcanzan desmadejados nuestras costas. Entonces se me forma ese nudo en el estómago que aprieta la vergüenza de asistir como espectador a la tragedia de tantos cientos de miles de seres humanos. De regreso de Bosnia, de regreso de Torrejón, en el trayecto del salón caliente y seguro de mi casa a mi cama, siempre me asalta la vergüenza de la complicidad por el dolor infligido a tantos por omisión. Y quisiera no estar.

Me acuerdo cuando hace muchos años Félix López Rey, que fue activista vecinal en los arrabales madrileños de Orcasitas antes que concejal del Ayuntamiento de la capital, me contaba cómo se lanzó a la acción y transformó su barrio el día que supo de la llegada del hombre a la luna, mientras él, en su chabola, hacía sus necesidades en una lata. Y pensó: “Esto no puede ser”.

Pues eso pienso yo: no puede, y no debe, ser. Pasar a la acción no es fácil. No lo fue para mi amigo Félix ni creo que lo sea para nadie. Actuar implica un riesgo y hace falta cierto valor. En mi caso, la determinación compartida con mi marido ha sido un bálsamo de tranquilidad, la esperanza de que todo va a ir bien. Cuando levanté el teléfono y di nuestros datos a Mensajeros de la Paz ofreciendo nuestra casa y nuestro apoyo, supe que era lo que había que hacer. Y sentí vergüenza por no haberlo hecho antes.

Y hoy sueño con que este paso al frente sea un camino sin retorno para nosotros y un puente de esperanza para ellos: para los que sienten miedo, para los que sufren, vengan de donde vengan, huyan de la guerra o del hambre, sean de donde sean, de esos lugares donde ya no es posible encontrar una mano tendida. Solo hay que ponerse en sus zapatos, yo lo hago, para sentir el vértigo de la desolación y escupir “no puede ser”. No puede ser. Entonces ya no lloras de vergüenza y de indignación; es la emoción ante el encuentro, la plácida sensación de que haces lo que debes con unos zapatos que nunca son de tu número, ni tu color, ni tu estilo, pero sin los que ya es imposible seguir adelante con dignidad.

En el nº 2.956 de Vida Nueva

 

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