CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Durante muchos años, desde mayo de 1982 hasta diciembre de 2003 en que muriera, he estado muy cerca de Madre María de la Purísima, Superiora General de la Compañía de las Hermanas de la Cruz. Primero, con motivo de la beatificación de sor Ángela de la Cruz. Después, la canonización en Madrid y la apoteosis devocional a la nueva santa en Sevilla. Y los Capítulos Generales de la Congregación, las profesiones solemnes, las consultas y conversaciones… Su enfermedad y su muerte, el inicio del proceso de canonización.
El recuerdo de su vida es imborrable. Siempre con la sonrisa en los labios y el gesto fino y amable, la firmeza en sus convicciones, la cercanía con todos, especialmente con los más pobres, la paciencia en la adversidad y la indestructible confianza en la divina Providencia. Estaba firmemente convencida de que el Señor había tomado a las Hermanas de la Cruz de su cuenta, según expresión de santa Ángela.
Todo en Madre María de la Purísima respiraba sencillez, amabilidad, dulzura… Y elegancia, que es naturalidad, armonía, saber estar y decir. No era consecuencia y fruto de una esmerada educación en la casa acomodada de sus padres; era identificación con Cristo. Es que ya no vivo yo, podría decir con san Pablo, es Cristo quien vive en mí. Ahí estaba el secreto de una virtud que no podía disimular por más que ella quisiera.
Esta elegancia provenía del esplendor que genera la belleza de la bondad. No era simplemente una cualidad de proporción y gracia, de equilibrio y mesura, de buenas maneras y educación perfecta. Más bien se trataba de lo que el papa Francisco decía a los cardenales sobre la armonía, era una de las gracias que el Espíritu de Dios ha regalado a su Iglesia. ¡Cuántas veces lo ha dicho el Papa! No he venido para que me veáis a mí, sino para que os encontréis con Cristo y viváis vuestra fe empeñados en abrir caminos de justicia y de misericordia. Esta era la virtud y la espiritualidad de santa María de la Purísima.
El Señor adornó a esta nueva santa hermana con la sabiduría de la Cruz, a la que se abrazara en su profesión religiosa y que viviera sirviendo a aquellos que más de cerca le hacían ver a Cristo crucificado: los más pobres y desvalidos. Algún tiempo antes de morir, Madre Purísima experimentó en su propia carne el dolor y el sufrimiento. Nunca oímos palabras de queja, ni gesto alguno que pudiera indicar cómo se le iba arrancando la piel a tiras. Los médicos que la atendían no podían comprender el milagro de este silencio. Una vez más, la elegancia de la virtud: callar y tapar las heridas para no hacer sufrir a los demás. Es que el amor de Cristo la quemaba hasta los huesos.
En su muerte nadie pudo dudar de la santidad de su vida. En poco tiempo se inicia el proceso de canonización. El papa Francisco incluye ahora el nombre de María Purísima de la Cruz, o la elegancia de la virtud, en el catálogo de los santos.
En el nº 2.960 de Vida Nueva.