Galileo y el Vaticano

galileo(Melchor Sánchez de Toca– Subsecretario del Pontificio Consejo para la Cultura) Dentro de la secular historia del ‘caso Galileo’, el libro Galileo y el Vaticano (M. Artigas, M. Sánchez de Toca, Editorial BAC) se limita al análisis de la llamada Comisión de Estudio del Caso Galileo, que representa, después del Concilio Vaticano II, el esfuerzo más serio por parte de la autoridad suprema de la Iglesia por sanar una herida abierta en sus relaciones con el mundo moderno. El ‘caso Galileo’ es, según Mariano Artigas, un culebrón, cuya definición, al menos estando atentos al Diccionario, parece pensada a propósito para este caso: “Historia real con caracteres de culebrón televisivo, es decir, insólita, lacrimógena y sumamente larga”. No sorprende por ello que las dificultades que este caso entraña hayan venido a la luz precisamente con motivo de la preparación de algo tan aparentemente inofensivo como el diseño de la portada, tanto en la edición española como en la italiana. Sirviéndonos de estas imágenes, podemos ilustrar algo de la complejidad de los factores implicados en la cuestión.

Convertido en mito

melchor-sanchezLa cubierta elegida por el editor español contiene una reproducción del cuadro de Fleury Galilée devant le Saint-Office au Vatican. Nada más apropiado para ilustrar un libro titulado, precisamente, Galileo y el Vaticano. El cuadro refleja todo el dramatismo de la abjuración de Galileo: un hombre anciano, como defendiéndose del guardia que lo vigila de cerca, pone su mano sobre la Biblia bajo la mirada severa de un cardenal que lo contempla impasible. La escena está ambientada en el Vaticano, en la famosa Sala de la Signatura, cuya decoración se reconoce en la pared del fondo. La escena, sin embargo, es históricamente falsa: en realidad tuvo lugar el 22 de junio de 1633, no en el Vaticano, sino en una de la salas del Convento Dominico adyacente a la Iglesia de Santa María sopra Minerva. Se trata de un error disculpable, que no cambia la sustancia de los hechos, pero que pone de manifiesto el tipo de problemas que el estudioso debe enfrentar cuando se habla de Galileo, pues en torno a su figura se ha ido tejiendo un mito, que aleja su persona del terreno de los hechos para colocarlo en el de las emociones y los símbolos. 

El verdadero problema del ‘caso Galileo’, como había intuido Juan Pablo II, era y es, de orden cultural. El Siglo de las Luces hizo de Galileo un mito, el símbolo de una presunta oposición constitutiva entre ciencia y fe. Todavía hoy hay quien se sorprende al descubrir que Galileo no fue condenado como hereje, ni torturado, ni quemado en la hoguera, y que gozó siempre de la simpatía y el reconocimiento de grandes e influyentes eclesiásticos, aparte el lamentable episodio del proceso. Esto explica por qué Juan Pablo II quiso encomendar en 1981 al cardenal Gabriel M. Garrone la dirección de un grupo de trabajo sobre el ‘caso Galileo’, posteriormente conocido como la Comisión del Caso Galileo. El Papa deseaba que “teólogos, científicos e historiadores, animados de espíritu de sincera colaboración”, profundizaran “el examen del ‘caso Galileo’ y reconociendo lealmente los errores, vengan de donde vengan, quiten las suspicacias que este caso todavía representa”. 

Este grupo de trabajo o comisión constaba de cuatro sub-grupos de estudio: científico-epistemológico, dirigido por el Prof. Carlos Chagas y el P. Coyne; bíblico-exegético, dirigido por el arzobispo de Milán, Carlo M. Martini; histórico-jurídico, dirigido por Mons. Maccarrone y el Prof. D’Addio, y, por último, cultural, bajo la dirección de Mons. Paul Poupard. Enseguida se vio claro que el verdadero problema que debía enfrentar la Comisión era de orden cultural. Sobre este punto, el cardenal Poupard, con gran realismo, constataba que el problema es, en cierto sentido, eterno y quedará siempre abierto. Los hechos culturales enraizados en la historia no cambian por decreto o por el trabajo de una comisión. Pueden sólo ser ayudados en su evolución histórica con iniciativas oportunas. En definitiva, el ‘caso Galileo’, mientras haya espíritus libres, siempre quedará abierto.

atlas-de-blaviusLa elaboración de la cubierta de la edición italiana, por su parte, puso de manifiesto otro de los grandes problemas subyacentes en el ‘caso Galileo’. El gráfico, con buen criterio, pensó emplear dos bellísimas ilustraciones del Atlas Cosmográfico de Blavius, que representan los sistemas del mundo tolemaico y copernicano. En el primer proyecto gráfico aparecía en plena portada una bellísima ilustración a colores del modelo tolemaico, mientras que el copernicano, menos vistoso, quedaba en la contraportada. El resultado era, sin duda, muy elegante, pero absolutamente inviable: no se podía poner en la portada el sistema tolemaico contra el que Galileo luchó toda su vida, sin contar con que los críticos podrían pensar que se trataba de una especie de venganza póstuma. El editor aceptó, a regañadientes, modificar el modelo y colocar en la portada el modelo copernicano, convencido de que el resultado era gráficamente menos atractivo. Éste es el problema. El sistema tolemaico es más bello porque coloca la Tierra en el centro del universo, y al hombre como cima de toda la creación. Era un mundo a escala humana. El sistema copernicano, en cambio, aunque atractivo por la elegancia de sus cálculos matemáticos, sin embargo provocaba un descentramiento del mundo, situando la Tierra en una órbita en torno al sol, como un planeta más. Este proceso de descentramiento, desde entonces no ha hecho sino crecer, cuando Darwin propuso al debate público la teoría sobre el origen de las especies, de las que la humana es una más. El hombre parece convertirse en un simple elemento marginal en un cosmos de dimensiones infinitas, en el que parece como un simple accidente marginal.

Adelantado a su tiempo

En el fondo, fue éste uno de los problemas que motivaron la condena del heliocentrismo. Galileo había luchado toda su vida por demostrar que la Escritura no defiende ningún sistema cosmológico, cuyas características se deben demostrar mediante “sensatas experiencias” y fórmulas matemáticas adecuadas, sin introducir en el debate argumentos escriturísticos. Trató por todos los medios de evitar que la autoridad de la Iglesia prohibiese el copernicanismo, no sólo por motivos personales, sino porque pensaba que la demostración del movimiento de la Tierra, que él estaba seguro de hallar, dejaría a la Iglesia expuesta al ridículo, especialmente ante los protestantes, como efectivamente sucedió, si bien más tarde de lo que Galileo pensaba. Hoy sabemos que tenía razón, pero entonces no era posible saberlo. La Historia está llena de visionarios que proponen ideas absurdas sin fundamento ni demostración. Para los contemporáneos de Galileo y para sus jueces, el modelo tolemaico parecía indisolublemente unido al entero edificio de la fe, entre otras cosas, porque colocaba al hombre en el centro del mundo. En ausencia de una verdadera demostración, sin una física newtoniana que explicase el movimiento de la Tierra, no quedaba sino la observación común, que ve salir el sol por un extremo y ponerse por el otro, y el testimonio de la Escritura. Pedir a los hombres de su tiempo que aceptaran el modelo copernicano como una descripción de la realidad era demasiado, aunque hubiera sido mejor, como pedía Galileo, abstenerse de juzgar una cuestión de hecho y no de fe. 

galileo-en-el-vaticanoPoupard, en el discurso ante el Papa con motivo de la clausura de los trabajos el 31 de octubre de 1992, ofreció este juicio: “En esa coyuntura histórico-cultural, muy alejada de la nuestra, los jueces de Galileo, incapaces de disociar la fe de una cosmología milenaria, creyeron, muy equivocadamente, que la adopción de la revolución copernicana, que por lo demás todavía no había sido probada definitivamente, podía quebrar la tradición católica, y que era su deber prohibir su enseñanza. Este error subjetivo de juicio, tan claro para nosotros hoy día, les condujo a una medida disciplinaria a causa de la cual Galileo debió sufrir mucho”.

La Comisión hubiera podido, ciertamente, hacer más y hacerlo mejor. Sus trabajos, que siempre adolecieron de una crónica carencia de medios y de la figura de un coordinador con autoridad suficiente, habrían podido organizarse mejor. Sin embargo, el resultado final es que la Comisión cumplió con el deseo de Juan Pablo II de profundizar en el estudio del ‘caso Galileo’, y de reconocer los errores cometidos, “vengan de donde vinieran”, en este caso, de la autoridad de la Iglesia. Es cierto que los discursos del cardenal Poupard y del Papa en la sesión de clausura no mencionan los nombres de Paulo V o Urbano VIII. Pero no lo es menos que esta omisión no modifica sustancialmente el valor del juicio. Sabemos que el procedimiento de la Inquisición no constituyó un pronunciamiento infalible del Magisterio, lo mismo que podemos afirmar que los discursos de Poupard y del Papa en la clausura tampoco contienen alguna declaración doctrinal y que los juicios históricos que recogen son opinables, también para un católico.

En el nº 2.659 de Vida Nueva.

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