JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
La tenue línea que separa la buena voluntad del ridículo es atravesada por la Iglesia institucional con más frecuencia de la conveniente. Una cosa es no ser de este mundo (y saber explicarlo) y otra cultivar a conciencia la ingenuidad como si fuese el mejor cortafuegos para no contaminarse con el mundo que hay al otro lado de la tapia.
Ese eclesiocentrismo del que se habla en otra página de esta revista sigue muy presente, y quien fagocitó otras festividades se atraganta melindrosamente con las pepitas de calabaza.
Un obispado da un tirón de orejas a unas cofradías por organizar en un colegio religioso una fiesta de disfraces y en otros lugares se fomenta para contrarrestar la moda zombi que los más pequeños se disfracen de santos. Para no desentonar del todo, uno se los imagina buscando entre el amplio catálogo lo más truculento, los decapitados, los asaeteados, las mutiladas… No hay trato con eso porque, dicen, tiene truco. Lo suyo es ¿martirio o pecado?
Dicen que la Iglesia busca nuevos lenguajes para evangelizar y que quiere escuchar a los jóvenes. ¿Es este el diálogo a entablar? ¿Cristianos que sepan dar razón de lo que les conmueve o frikis a fuerza de convertirlos en meros replicantes?
A esa edad, los chicos y chicas ya son capaces de pensar por sí mismos y poner en apuros la sitiada autoridad paterna. Y de cuestionarse sobre la Iglesia en la que han crecido, de lo que ven y oyen sobre ella. Lo sabe muy bien el obispo de Barbastro-Monzón, que, hace unas semanas, invitó a merendar a los jóvenes de la diócesis. “¿Por qué debo sentirme parte de una Iglesia que no acepta a los homosexuales de la misma manera que a los demás?”, le espetó uno.
En ese encuentro le preguntaron también por la soledad, por si había sentido alguna vez que Dios le daba la espalda, por las razones que le llevaron a abandonarlo todo y hacerse cura, por si era pecado abortar…
Hay quien tiene respuestas de carrerilla para estas preguntas y para cualquier otra. Son los que abonan ese cristianismo friki, esos fieles muertos vivientes a los que se busca en las tertulias porque siempre están dispuestos a dejarse inmolar. A estos, las respuestas del obispo aragonés no les servirían de mucho.
En el nº 2.963 de Vida Nueva