JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
Tenemos cambio de diseño en nuestra Vida Nueva. Salta a la vista. Habrá a quien le guste más o menos, pero sí hay algo que me parece innegable: hay más luz, más claridad, menos tramas de color que herían a no pocos de nuestros lectores. Entre ellos, a (también) nuestro don Alberto, ese lector fiel y atento, que sigue nuestro rastro con su lupa y toneladas de cariño y comprensión. Por eso, ahora que dejamos atrás las tramas, he querido acordarme de él, de su mirada, de sus ojos. Respiro aliviado presintiendo que una letra más redonda, un diseño que deja correr el aire por sus páginas hará menos fatigosa la liturgia diaria delante de su atril.
Los ojos de don Alberto son muy importantes para nosotros. Su mirada, siempre por delante, nos ha enseñado a tratar de entender y comprender antes de juzgar, a compadecernos incluso de quienes nos meten el dedo en el ojo por el solo placer de hacerlo. Arrugados bajo unos cristales considerables, los de don Alberto dejan escapar sin embargo una chispa de luz que nos hace mucho bien, que nos ayuda a cribar lo grave y urgente de lo accesorio, lo innegociable de lo que solo es espuma.
Como antes, en los años de la Transición, iluminaron a tantos otros que andaban a tientas, cuando no directamente dándose de bruces con una oscuridad pertinaz. Entonces, aunque no todos lo quisieran o supieran entender, sus ojos pusieron la vista en una Iglesia que tenía que hacerse diálogo y compañera de camino, una Iglesia que tenía que aprender ella misma a mirar de otra manera, a verse con todos, aunque no fuesen de los suyos.
Si muchos, entonces, vieron incluso con respeto a una Iglesia que dejaba el palio fue gracias a pastores con la visión de don Alberto. ¿Cómo no nos va a importar su mirada?
En el nº 2.964 de Vida Nueva
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