PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor
Herederos de una visión moral y social, nuestra lectura de la parábola del buen samaritano (Lc. 10, 25-37) no ha sabido captar seguramente la riqueza de este texto, tan emblemático para nuestra cultura. Mi tesis es que el buen samaritano es, en esencia, un buen contemplativo. Explicaré por qué.
Su primera virtud es su capacidad para ver al malherido. Ver lo que hay es el primer paso, sin el cual no podría darse ninguno más. ¿Por qué no vemos lo que pasa? Porque solo nos vemos a nosotros mismos. Y ¿por qué nos vemos solo a nosotros mismos? Porque vivimos bajo una fuerte presión de rendimiento. Nos han enseñado que somos y valemos en la medida en que producimos y poseemos. Por eso nos presionan y nos presionamos para producir y para tener. Todo esto nos tiene tan ocupados que, evidentemente, ya no vemos lo que sucede a nuestro alrededor.
El buen contemplativo es quien purifica sus ojos, oídos y corazón para ver, oír y sentir el clamor de lo real. Una oración contemplativa que no ayude a ver el mundo no es verdadera contemplación. La oración no te saca del mundo, te introduce en él. Meditar supone una purificación de la mirada, del oído y del corazón. ¿Ves a los malheridos que hay a tu alrededor?, esa es la gran pregunta. Si a tu alrededor no hay enfermos, marginados, emigrantes, deprimidos…, no es que no estén, sino sencillamente que no les ves.
La segunda virtud del buen samaritano es darse cuenta de que el malherido no es otro, sino uno mismo. El buen contemplativo ha hecho la experiencia de la unidad. De la unidad con el otro, con cualquier otro y, por ello, de la unidad consigo mismo y con Dios. Sin la experiencia de haber sentido el destino ajeno como propio no puede hablarse de verdadera contemplación.
La tercera virtud del samaritano es que trata al malherido como le habría gustado que le trataran a él. Para hacerlo, logra algo muy difícil: deja lo que tenía que hacer y permite que un imprevisto le cambie su programa. Cambia su programa, sí, pero no su proyecto vital, pues, dejado el malherido al cuidado de otros, volverá a su propio camino.
Por supuesto que este hombre, como el levita y el sacerdote que le precedieron en el camino y que no se detuvieron, estaba sometido a una fuerte presión de rendimiento. Es de suponer. Pero el samaritano fue capaz de dejar su presión a un lado y de atender al presente. Esta es la actitud contemplativa por excelencia: no que quienes se dedican o nos dedicamos a la contemplación no estemos sometidos a la presión del rendimiento, sino que, sencillamente, la ponemos por un momento a un lado.
La cuarta virtud del buen samaritano es que no solo cura y venda las heridas del hombre que ha encontrado, sino que lo deja a buen recaudo para que, en su ausencia, otros cuiden de él. No se desentiende, sino que comparte su preocupación y extiende la compasión. Siembra en otros la misión de ayudar. El buen contemplativo no se conforma con su propia contemplación, sino que se interesa por difundir su poder transformador.
Este fragmento evangélico, como cualquier otro, puede leerse como una parábola de la conciencia. El testigo que aparece en el silencio de nuestra meditación (no ese pequeño yo con quien primeramente charloteamos, sino ese testigo profundo que asoma cuando las aguas de la dispersión se han aquietado), ese testigo… ¡es el malherido! Lo maravilloso, lo increíble es que el testigo de nuestra conciencia… ¡es vulnerable! La vulnerabilidad es nuestra fuerza, ese es el misterio. Solo en un corazón de carne, no en uno de piedra, puede palpitar la Vida, necesariamente frágil. Solo la carne, endeble y vulnerable, es el pequeño y gran escenario de la eternidad.
En el nº 2.967 de Vida Nueva