JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
Lo que ahora está pasando en el mundo es desconcertante para una sociedad occidental, formada en el puro racionalismo. Me refiero, como se comprenderá, al grave problema del terrorismo islamista. Para nosotros, en un tiempo como el presente, superadas ya muchas barreras ideológicas del pasado, asumidos como conceptos elementales en la política ciertos valores como la democracia, los derechos y libertades y el imperio de la ley, resulta sencillamente incomprensible una concepción del Estado como la que propugna el Daesh: un régimen de naturaleza fundamentalista, yihadista y wahabita, autoproclamado califato.
Ya hace seis años que una profesora musulmana de la Universidad de Ankara a quien conocí en un congreso (omito su nombre, por motivos obvios) me vaticinó con pleno convencimiento que tarde o temprano iba a iniciarse un movimiento bélico importante. Me aseguró que la democracia no iba a arraigar en ningún Estado de mayoría de población musulmana; porque la inmensa mayoría de los pensadores islámicos coinciden al afirmar que los gobiernos deben inspirarse en la sharia, y que el Corán y la Sunna deben constituirse como el referente de toda construcción política.
Y por ese motivo, sencillamente, la llamada primavera árabe ha terminado quedando en nada, o derivando hacia movimientos de corte fundamentalista. Porque entre grandes masas de población musulmana se extiende la opinión de que los derechos humanos, la filosofía racionalista, la ética del respeto liminar al individuo y las instituciones de la democracia occidental son partes inseparables de una inaceptable doctrina universalista, que sería también una forma encubierta de un imperialismo eurocentrista y, por consiguiente, un instrumento de dominación cultural occidental.
De esta concepción se nutren iniciativas caóticas, irracionales y violentas, llamadas a combatir lo “otro”, en lo que se ve una presunta encarnación del mal y de los propios problemas. Y no es difícil, pues, hallar a los chivos expiatorios: los “diablos” occidentales e Israel. Además, atacar La Meca y Roma es, según la lógica del Estado Islámico, un objetivo estratégico irrenunciable. Para el “nuevo Califato”, la destrucción de ambos lugares sagrados forma parte de la batalla final del islam contra el resto del mundo. La profecía islámica chiíta habla del regreso del Duodécimo Imán.
Los seguidores de esta corriente están convencidos de que está muy cerca, y de que el caos y la masacre son esenciales para su venida. La muerte y el terror son pruebas divinas de que su victoria final se aproxima. Los chiítas creen que el Mahdi volverá en una época de caos, masacre y confusión, para establecer la justicia de Aláh y la paz. Además, en este advenimiento, el Mahdi traerá a Jesús con él, como su vicario, no como Rey de reyes y Señor de señores (como enseña la Biblia), y que obligará a los no musulmanes a elegir entre seguir el Mahdi o la muerte.
Con todo este telón de fondo, repetido en sus sermones una y otra vez por numerosos imanes fundamentalistas, es fácil entender que la mayoría de los llamados “movimientos de liberación nacional” de orientación islámica (como los de Argelia, Sudán, Eritrea, Somalia o Somalilandia en África) hayan elegido la identidad islamista como fundamento de los nuevos estados y no la noción liberal del plebiscito cotidiano o la asociación voluntaria laica de los ciudadanos consultados previamente mediante el voto.
El concepto de negociación voluntaria, surgida de una decisión libre y democrática, no juega un papel decisivo en la política cotidiana de las naciones musulmanas. Emerge más bien una actitud de rechazo hacia los valores y las metas universalistas identificados con el cristianismo, el judaísmo y Occidente.
En el nº 2.968 de Vida Nueva
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