El sacerdote y periodista Ariel Beramendi recuerda al que fuera arzobispo emérito de Santa Cruz
ARIEL BERAMENDI (Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales) | Casi diez años atrás escribí algunos versos de aprendiz que describían mi amistad con el padre Julio –como siempre llamé al cardenal Terrazas– identificándolo con un “Viejo Roble en mi Camino”. Me aferro a esa misma metáfora para narrar la alegría de haber vuelto a visitar el jardín de su amistad.
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Como siempre, cuando llegué a Santa Cruz de la Sierra, las puertas de su casa se me abrieron. Esta vez tuve acceso a la antecámara de su habitación. Lo encontré sentado entre la luz que se permeaba por las ventanas y la música latinoamericana a bajo volumen que salía de las bocinas de un aparato musical antiguo. Allí estaba nuestro amigo el cardenal Julio. Su mirada diáfana recorría algunas fotos que lo retrataban con Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, había también una fotografía en blanco y negro de un grupo de gente con un joven sacerdote vestido de sotana, todos ellos parados en el frontis de la catedral de Valle Grande.
Él acompañaba el ritmo de la música golpeando las yemas de sus dedos sobre los brazos del sillón. Me miró y después de un instante me reconoció y me regaló una sonrisa que rápidamente encapsulé en el baúl de mis mejores recuerdos.
Ahora ese “roble” tenía la corteza débil. Mis brazos que antes eran pequeños y pretendían abrazar su bondad ahora podían servirle de apoyo y de bastón.
Su mirada luminosa, aún desvelaba su mente brillante y su sentido del humor enjaulados en un tronco que ya no respondía a su voluntad, sino que debía abandonarse a la caridad de las personas que lo acudían y acompañaban con sincero afecto y dedicación. Cada comentario sobre la última etapa de su vida y el estado de su salud tenían el sabor no de un lamento, sino del contrapunto vallegrandinoauto-irónico. Confirmé que su humor perspicaz fue una nota constante que no lo abandonaría jamás.
Con mucha lucidez me comentó sobre el Premio Libertad que recibió el año 2007, y profundizó sus pensamientos en la importancia de “la libertad humana que está en peligro”, e inmediatamente el peso de los años y de la enfermedad lo amarró al silencio de sus fotografías.
Muchos de sus amigos y sacerdotes lo cuidaban con afecto y hacían turnos para acompañarlo. Su salud ya le había privado de tantas cosas, y no se le podía privar de aquello que siempre le hizo feliz: estar acompañado de sus hermanos y sus hijos sacerdotes. Algunos de ellos tenían la fortuna de encontrarlo con energías para dar un pequeño paseo, o compartir una pequeña merienda o celebrar la Santa Misa.
Me senté a su lado mientras sus recuerdos lo transportaban a sus años jóvenes de estudiante en Argentina y Francia, a sus primeros años como párroco en Valle Grande, o su experiencia como obispo auxiliar en La Paz, Oruro y Santa Cruz. Cuánta gente encontrada, cuántos lugares recorridos que se multiplicaron desde que Juan Pablo II lo eligió para ser un estrecho colaborador del Papa.
Lo acompañé en silencio del trayecto de sus memorias, que se multiplicaban cuando del plano institucional surgían los recuerdos más personales: las visitas a las comunidades alejadas del ritmo febril de la ciudad, allí bajo un paraguas, montado en la parrilla de una camioneta, entrando en el pueblo para saludar a los niños curiosos que se abalanzaba a las calles. Imágenes caseras y familiares que jamás salieron en los grandes medios de comunicación. Recuerdos personales como los viajes al pueblito de Masicurí donde sagradamente volvía para recobrar energías físicas y espirituales. Allí, ese Príncipe Escarlata volvía a ser un aldeano sabio entre los agricultores y los pescadores de su comunidad.
Conocí su refugio y allí cultivé uno de mis recuerdos más preciados. Cuando él llegaba a ese rincón había un vaivén de visitas y alojados pero una noche nos supimos sólo tres. Para la cena él se improvisó cocinero y recordando sus días de estudiante nos enseñó a comer unos quesos derretidos mientras alternábamos esa aventura con algún canto camba gracias a una guitarra desafinada. Cuando ya se hizo tarde nos confesó que: “si no era por la diabetes me animaba a hacer un postre”.
Años después, cuando visité el barrio latino de París, con sus carteles de menú fijo por 15 Euros, reconocí la foundue francesa, comida típica para comer de un solo plato y celebrar el día de la amistad.
Fue una fortuna recibir el regalo de su amistad. Lo había conocido cuando yo era un estudiante y con los años, él que no era mi obispo, se convirtió en un consejero, que con su ejemplo me indicó que en la Iglesia y en el sacerdocio hay lugar para ser feliz. “Detrás de esos momentos de felicidad hay sudor y lágrimas”, murmuraba.
Esa amistad, entre lo institucional y lo personal, se fue dosificando por el tiempo y la distancia, pero cada reencuentro tenía la certeza de un espacio en su agenda para escaparse del agobio de las reuniones curiales o del peso de los papeles. Fue así que en una ocasión destapamos una botella de vino blanco español en la habitación 203 de Casa Santa Marta del Vaticano, su secretario el padre Puma tuvo que usar sus altas influencias para conseguir un sacacorchos y nuestro anfitrión no titubeó en compartir la cena de dieta blanca que le habían servido en la habitación.
Antes del cónclave en el que Bergoglio se convirtió en Francisco, él necesitaba respirar aire fresco y cambiamos el mármol por la arena, y en silencio viajamos treinta minutos para contemplar el mar a las afueras de Roma.
Pero su corazón que tanto supo querer fue herido por la enfermedad. La dulzura equilibrada de su firme personalidad se infiltró en sus venas y lentamente quebró el sendero de su vida, que se hizo cada vez más empinado y difícil de escalar. Aun así viajó, predicó, testimonió, denunció y anunció; continuó siendo pastor, padre y amigo, alumbrando los corazones de la gente que lo escuchaba, y que asistía a sus celebraciones. Daba lo mismo si a la Misa asistían cincuenta mil personas, o si en una capilla de barrio eran cincuenta almas: la elocuencia era la misma, fruto de reflexión y oración personal detrás de cada palabra.
Pero la ley de la vida no se detuvo, e impía, tocó las puertas de su casa. No fue una bomba como la que hicieron explotar aquellos a los que incomodaba, sino que entró como una planta trepadora que de repente lo encarceló.
Sin embargo, de alguna manera el círculo de la vida que se cerró, volvió a abrirse: fueron los mismos sacerdotes que él había consagrado permitiéndoles celebrar la Misa, los que le ofrecieron la Comunión, único alimento que aceptaba su cuerpo.
¡Gracias a Dios pude volver a ver a ese roble viejo! Desde su invierno esperaba dar el paso a la eterna primavera. Rodeado de retoños que hoy custodian y actualizan su legado moral, social y religioso.
– Padre, deme un consejo – le murmuré al oído al despedirme.
– Jóvenes, sigan adelante, no se queden sentados en la vera del camino–, dijo antes de hundirse en sus recuerdos.
Un beso en la frente, como cuando me despedí de mi padre en el hospital, y tomé el taxi al aeropuerto recordando esos versos de aprendiz.
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