GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
Alguien que no idolatraba precisamente a la Iglesia católica como Goethe lo llamaba “mi santo”, debido a la fascinación que le provocaba su proyecto formativo y vital. Un refinado pensador como el inglés John Henry Newman, filósofo formidable y teólogo del siglo XIX, pasó de la Iglesia anglicana a la católica de la mano de este santo. Incluso entró en la congregación fundada por él. Hablamos del popular y todavía hoy amado san Felipe Neri, nacido hace 500 años en un barrio periférico de Florencia en una modesta familia.
Llegado a Roma en 1534, donde fue alumno de la Universidad La Sapienza y se ordenó sacerdote en 1551, había vivido siete años antes un evento místico que sacudió su vida mientras rezaba en las catacumbas de San Sebastián. Fue una experiencia estática singular, similar a un Pentecostés, que hizo temblar su cuerpo y su alma: tuvo la sensación de que un globo de fuego se apoderara de su pecho y de su corazón. Fue una explosión interior tan fuerte que se le rompieron dos costillas. Paradójicamente, este fenómeno preternatural no le hizo despegarse de la realidad hacia cielos míticos y místicos, sino que lo condujo de forma aún más vigorosa al compromiso humano y terreno.
Este le llevó a formar los Oratorios seculares, un original modelo de cultura cristiana dirigido al público heterogéneo de Roma. El proyecto incluía la lectura de textos con la invitación a hablar del libro leído, una modalidad sugerente para enseñar la comunicación incisiva y espontánea. Se asociaba al canto y a la música, dando así lugar a un suntuoso género musical conocido como “oratorio”. Naturalmente no podía faltar el aspecto lúdico, confiado a los juegos populares para los muchachos y a los paseos por los espléndidos parques de propiedad de las órdenes religiosas o de la aristocracia. Sobre este panorama se encendían idealmente las dos estrellas teologales de la fe y de la caridad, o sea, de la formación religiosa y de la dedicación a servir a los enfermos, pobres y encarcelados.
Esta experiencia se amplió progresivamente a los intelectuales, entre ellos uno de los más grandes historiadores de aquella época, Cesare Baronio, apasionado seguidor del santo, o los cardenales Carlo y Federico Borromeo. No obstante, para Neri siguieron siendo fundamentales las jóvenes generaciones populares, a menudo víctimas de la miseria, las peleas y la delincuencia.
Proponía un programa educativo basado en unas pocas opciones esenciales: la conciencia y la libertad personal, la ternura y la delicadeza hacia el prójimo, la serenidad del espíritu contra toda severidad penitencial, la simplicidad evangélica, la sinceridad y la espontaneidad… Algunas de sus frases son célebres: “¡Sed buenos, si podéis!”; “¡No despreciéis a nadie! ¡Despreciad el ser despreciado!”. Los muchachos que tenía a su alrededor lo amaban por su límpida bondad, que le hizo ganarse el apelativo de Pippo buono. Fue una bocanada de aire fresco que se llevó por delante la tensión que se respiraba en la atmósfera de Roma tras la Reforma protestante.
Hay una abundante iconografía de Neri (canonizado en 1622), como el retrato de Guido Reni o los que le hicieron Guercino, Pompeo Batoni, Bronzino o Piazzetta hasta llegar a nuestro tiempo con la estatua de Francesco Messina en la iglesia romana de San Eugenio. La capital italiana lo adoptó como ciudadano y lo eligió como patrón, encontrando consonancias entre el espíritu romanesco, la brillante genialidad, la vivacidad y la ingeniosa serenidad de Felipe Neri. La ciudad le dedicó una calle al lado del puente Mazzini y acogió su cuerpo, que reposa en la espléndida Chiesa Nuova que se asoma al corso Vittorio Emanuele.
En el nº 2.969 de Vida Nueva