JESÚS SÁNCHEZ CAMACHO | Periodista
El 7 de diciembre de 2015, la plaza de San Pedro ultimaba los detalles para el inicio del Jubileo de la Misericordia, cincuenta años después de la clausura del Concilio Vaticano II. Ese mismo día, la misericordia del millonario presbiteriano Donald Trump brillaba por su ausencia. El candidato republicano, que ha sugerido edificar un muro entre las fronteras de Estados Unidos y México, trazó otra política de exclusión: la suspensión temporal de la entrada de musulmanes al país. La medida solo podía asombrar a quienes desconocían que, días antes, el magnate había propuesto prohibir la entrada a refugiados sirios, ya que podrían ser “un caballo de Troya”.
Esta visión tropieza con dos documentos aprobados el 8 de diciembre de 1965, implícitamente presentes en la sociedad norteamericana. Primeramente, se topa con la declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, practicada en un país cuyo censo no recopila datos basados en la religión de los ciudadanos. En segundo lugar, repele el espíritu de la declaración sobre las religiones no cristianas, Nostra aetate, en una nación con un marcado componente interreligioso.
Trump ha caído en la trampa del autodenominado Estado Islámico, que desea desunir a Occidente. Al menos, los demás líderes republicanos se han desmarcado de unas declaraciones que, hechas por un presidente, podrían tomar cuerpo en una guerra más allá del alcance nacional.
En el nº 2.969 de Vida Nueva
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