MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
“Soy tan partidario de la disciplina del silencio que podría hablar horas enteras sobre ella”. No tengo la agudeza de Bernard Shaw, quien dijo tan ocurrente y paradójica frase, ni su elocuencia, así que no podría hablar tanto, pero es cierto que cada vez echo más de menos el silencio, quizá por lo raro que resulta. De un tiempo a esta parte suelo decir que la música que más me gusta es el silencio.
Vivimos en una sociedad eminentemente ruidosa, todo tiene un volumen excesivo, con frecuencia ensordecedor. La música, por llamarle burdamente música a eso, está omnipresente en todos los sitios. Si desayuno en un café, ahí habrá una televisión puesta, que nadie atiende y, a la vez, suena una música que para mi gusto y oído siempre está demasiado alta.
Si voy a una tienda, también hay música y –últimamente, y quizá por las fechas navideñas– también hay calles donde se oye música. Subo al metro y las personas escuchan música con auriculares, pero el volumen es tan alto que me veo obligada a oír esa atronadora música que para nada querría oír. Y lo mismo en el autobús, que parece ser un lugar ideal para llamar por teléfono a cualquiera, sin el menor pudor y sin la menor consideración a los que no querríamos enterarnos de las intimidades de los demás.
Nos falta educarnos en el silencio. Me atrevería a decir que los españoles no sabemos escuchar porque no sabemos callar. Los debates televisivos solo tienen de debate el nombre; son monólogos, donde los participantes se interrumpen y sueltan su opinión, muy alta, como si el volumen fuera directamente proporcional a la veracidad del argumento que se sostiene: cuanto más alto, más razón se tiene, parecen creer.
Acabo de leer un bellísimo librito, que vivamente les recomiendo, de Pablo d’Ors, ilustre compañero de esta última página, que lleva el sugestivo título de Biografía del silencio, una suerte de apología de la meditación, y para meditar es imprescindible el silencio. Es un libro que da paz, un libro “sin ruido”. El ruido aturde, no deja reflexionar, profundizar en las cosas, enfrentarse con lo peor y lo mejor de uno mismo y de los demás. El silencio ayuda a todo lo contrario.
Un año fui profesora de un grupo de párvulos. Cuando les veía inquietos, hacíamos un juego: el juego de “escuchar el silencio”. Ganaba quien había oído más sonidos del silencio: el agua de la fuente, el viento en los árboles, el ladrido de un perro… Era algo que les tranquilizaba y les gustaba mucho. Sería importante enseñar a todos la importancia del silencio.
Es cierto que puede haber silencios culpables, por comodidad o por cobardía. Martin Luther King lo expresó muy bien: “Nuestra generación –dijo– no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos como del estremecedor silencio de los bondadosos”. Nunca callar ante una injusticia, mirar a otro lado, pero sí, este año que empieza, lanzarnos –como dice Pablo d’Ors– “a ese océano, oscuro y luminoso que es el silencio”. Probablemente, el mejor lugar para un encuentro con Dios.
En el nº 2.972 de Vida Nueva.