FERNANDO SEBASTIÁN | Cardenal arzobispo emérito
En épocas normales podemos hacer bromas con esta virtud social tachándola de elemental y un poco fanática. La confundimos con el “patrioterismo”. Pero en situaciones críticas, como la presente, no hay más remedio que tomarla en serio y exigirla a cuantos intervienen en la vida pública.
El patriotismo no es sino el amor a la sociedad en que se vive. Es la lealtad con los conciudadanos. Cuando vivimos integrados en una sociedad, recibimos constantemente de ella muchas ayudas y beneficios. Entre todos mantenemos unos servicios que nos permiten llevar una vida cómoda y segura. Todos somos deudores de todos.
En esta convivencia se puede coincidir o disentir. La libertad personal es uno de los bienes comunes más protegidos. Cada uno puede organizar su vida como le parezca mejor. Pero esta libertad personal tiene un límite; el límite es precisamente la garantía del bien común para todos, la no exclusión de nadie en esa solidaridad fundamental de la convivencia. Ningún bien particular, ninguna pretensión ideológica, cultural o política puede justificar una actuación contra las condiciones que garantizan el bien común de los conciudadanos.
Por eso, ahora, muchos ciudadanos españoles vemos con seria preocupación a algunos políticos que no buscan el bien común de la sociedad, sino el bien particular de un grupo, el triunfo de su ideología y hasta el éxito de sus aspiraciones personales. Quienes no buscan sinceramente el bien de todos los españoles no merecen tener ningún mandato político. Y hay exclusivismos radicales que no son compatibles con el respeto a los derechos básicos y fundamentales de todos los españoles. Un representante del pueblo español no puede decir a media España: “No quiero nada con vosotros”. No podemos volver a la tragedia irracional de las dos Españas.
En el nº 2.974 de Vida Nueva.