Todavía se oyen voces que critican a Tarancón por no prestarse a bendecir con el apellido de cristiano a ningún partido político. Lo que acaba de pasar en Valencia con el PP, al borde del colapso institucional en el que lo ha dejado una presunta trama de corrupción con tintes calabreses, confirma lo acertado de aquella decisión.
Sin embargo, la pulsión de algunos por un partido católico que defendiese desde los escaños los valores del Evangelio que más se acomodaban a su ideología ha estado presente en los laicos y ha sido arrullada por una parte de la jerarquía. Esto no tendría nada de especial si todas las siglas fuesen mecidas con igual solicitud maternal. Pero no ha sido así. Valencia, pero también Madrid, saben del mimo con el que algunos apadrinaron al PP, no en vano en él resistía numantinamente un puñado de cristianos que defendía la pervivencia en los estatutos de un guiño al humanismo cristiano.
Hoy, el recuerdo de alguno de aquellos encuentros sonroja, más aún cuando, desde instancias católicas, eran invitados a sentar cátedra sobre la regeneración democrática quienes se aferran en esta extraña legislatura al acta de diputado para tratar de dilatar imputaciones por incapaces de regenerarse a sí mismos.
No ha transcurrido tanto tiempo desde esos encuentros, no. Más o menos, fue en los mismos años en que se reprendía a religiosos y religiosas por lo que algunos obispos entendían que era hacer política al criticar los efectos de la crisis en los más desfavorecidos. Tiempo contra los desahucios, contra el hambre de los niños, contra las leyes de extranjería… Nada muy diferente de lo que ha hecho el jesuita Esteban Velázquez con los inmigrantes ilegales en Marruecos: sostener la dignidad humana y la profecía evangélica.
Es verdad que unos y otros han topado, al final, con la política. Pero lo han hecho por el camino del Evangelio.
En el nº 2.975 de Vida Nueva
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