JESÚS SÁNCHEZ CAMACHO | Profesor CES Don Bosco
Desde la clausura del Vaticano II, Pablo VI venía mostrándose conmovido ante la crisis matrimonial que afectaba a las familias católicas. Aunque había marcado a los jueces canónicos la pauta de la curación, fuentes cercanas al Papa hablaban de una reforma en el procedimiento de nulidad. Igual que Francisco hoy, Pablo VI deseaba simplificarlo más.
En una España que miraba con desdén a las parejas que se planteaban la separación o nulidad, el 2 de febrero de 1966 (nº 510), Vida Nueva examina las causas de un problema que, en menor medida que en el resto de Europa y EE.UU., había aterrizado en España.
En vísperas del Día de los Enamorados, la socialista Anaïs Menguzzato, directora del Instituto Valenciano de las Mujeres e Igualdad de Género, tuiteó: “Mañana es san Valentín. Ese bendito amor romántico bajo el que camuflan el machismo y la violencia de género. No lo celebres, denúncialo”. Es verdad que algunos mensajes publicitarios para este día están anclados en un estereotipo social androcéntrico. Pero asociar esta celebración a la violencia de género es una falacia de proporciones demagógicas.
Porque, precisamente, lo que falta en nuestra sociedad es la celebración de un eterno san Valentín. Un amor incondicional (agápê) no solo cuestionaría el divorcio en los matrimonios, sino que convertiría en innecesario cualquier instituto para la igualdad.
En el nº 2.978 de Vida Nueva