MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
Hace casi veinte años escribí, con José Antonio Marina, un libro con ese título. El subtítulo era Teoría de la felicidad política, porque hay una felicidad personal, subjetiva, ese sentimiento de felicidad al que toda persona aspira; y una felicidad objetiva, que tiene que ver con alcanzar una sociedad justa. Pongo un ejemplo que se entenderá: ¿puedo ser feliz, aunque me quiera mi mujer, o mi marido, aunque mis hijos crezcan bien, aunque progrese en mi trabajo, si sé que al salir de casa me pueden pegar un tiro en la nuca o puede explotar una bomba bajo mi coche? Evidentemente, no. El miedo, un miedo “social” –podríamos decir– me lo impediría. Tampoco hablábamos de dignidad en el sentido subjetivo del término, al que generalmente nos referimos, como ese sentimiento íntimo del valor de uno mismo, en especial por su conducta y lo que por ella merece.
¿Todos los seres humanos somos dignos? La respuesta inmediata es afirmativa, pensamos que por el hecho de ser personas estamos dotados de dignidad. Por eso el libro partía de dos ejemplos tan dramáticos como reales: en Sierra Leona una niña acaba de aprender a escribir, y está feliz con su nueva habilidad. Cuando los guerrilleros cortan la mano derecha a todos los habitantes de su poblado, ella les explica que acaba de aprender a escribir y que, si es posible, le corten la izquierda. Como respuesta, el guerrillero le corta las dos.
El segundo ocurre en Bosnia: unos soldados detienen a una muchacha con su hijo en brazos. La llevan a un lugar, deja el niño en el suelo y cuatro chetniks la violan. Cuando terminan ella pide amamantar al bebé que lloraba. Uno de los chetniks coge al niño, lo decapita y le da la cabeza ensangrentada a la madre. Ante hechos tan espeluznantes, ¿diríamos que estas personas son dignas?
No lo son desde luego por su merecimiento, pero sí porque nos hemos empeñado en salir de la selva y, por eso, les concedemos derechos, en especial los derechos humanos, en la posesión de los cuales ciframos este tipo de dignidad objetiva. El logro de esos derechos a lo largo de la Historia ha estado lleno de héroes anónimos, de mártires, que con luchas y sacrificios los consiguieron. Pero no es algo definitivo, ahora estamos en peligro de perderlos y, para que se mantengan, necesitamos el apoyo de todos.
Si he traído a colación esto no es porque quiera –como Umbral durante aquel episodio televisivo– hablar de “mi libro”, sino porque no querría tener que escribir otro que se llamara La lucha por la dignidad perdida. Lean el informe alarmante que de la pérdida de derechos hace este año Amnistía Internacional. En pro de una pretendida seguridad, el Derecho Internacional se convierte en papel mojado.
Después de ver miles de imágenes de refugiados que huyen de la guerra, lo único que a la civilizada Europa se le ocurre es dar dinero a Grecia, a Turquía, para que se los queden; en el fondo pagamos para que su visión no nos perturbe. ¿Han visto ustedes las imágenes de Alepo? ¿No huirían ustedes con sus hijos de ese infierno de destrucción y muerte?
Como tantos estados, firmamos la Convención de Ginebra, que prohíbe devolver a sus países a los refugiados que teman por su vida, pero hacemos leyes nuevas para no cumplirla. Así dice Amnistía: “Son los dirigentes mundiales quienes tienen en sus manos la posibilidad de impedir que estas crisis se vuelvan todavía más incontrolables. Los gobiernos deben parar su asalto contra nuestros derechos y reforzar las defensas para protegerlos. Los derechos humanos son necesarios, no accesorios, y la humanidad nunca se ha jugado tanto como ahora”. Y recordemos que a los dirigentes los elegimos nosotros.
En el nº 2.979 de Vida Nueva