Las indignadas raíces cristianas de Europa


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Un amigo me pone tras la pista del encuentro que, a principios de marzo, mantuvo el Papa con un grupo de cristianos de izquierda francés, Poissons Roses, tras pedir audiencia el cardenal de Lyon, Philippe Barbarin. Hablaron de la globalización, de la “laicidad sana” que aún necesita Francia y, cómo no, de Europa. Y las reflexiones de Francisco sobre el continente –que ya sabemos que no le gustan a Angela Merkel– son muy pertinentes para este momento, cuando se escribe, con el desamparo de miles de refugiados expulsados de un país a otro como si fuesen apestados, otra página en la historia de la infamia. “El único continente que puede conferir unidad al mundo es Europa”, les dijo Bergoglio. Pero, para ello, para recuperar su vocación de universalidad y servicio, “la madre fértil que ha devenido en abuela infecunda” necesita “reencontrar su raíces”.

Siempre tuve dudas sobre la conveniencia de que estas raíces apareciesen explicitadas en la Constitución Europea de 2004 que tan poco entusiasmo generó entre la ciudadanía. Hubo sectores eclesiales que hicieron del rechazo a esa propuesta una afrenta y políticos que la enarbolaron como bandera. Son casi los mismos que comparten el diagnóstico de que estos refugiados que se ahogan en playas y ríos europeos son quintacolumnistas del yihadismo. Y alguno habrá, ciertamente, pero los más peligrosos siguen llegando a España en aviones privados.

Hoy me alegra comprobar que esas raíces no son mera letra muerta de cambista en un texto que desconoce la inmensa mayoría de los europeos, sino que siguen –gracias a la indignación que todavía suscitan en quienes se nutren de ellas– extendiéndose con la savia del Evangelio por nuestras calles y plazas, acampando frente a las instituciones a modo de protesta, firmando para impedir un acuerdo vergonzoso con Turquía y gritando al cielo que la Iglesia no quiere ser cómplice mirando para otro lado cuando le pregunten “¿dónde está tu hermano?”.

En el nº 2.981 de Vida Nueva

 

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