CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Recuerda san Agustín que son merecedores de nuestro respeto y gratitud aquellos que supieron guardar fielmente lo que recibieron, cuidar con esmero y trabajar apostólicamente con lo que Dios había puesto en sus manos y, finalmente, trataron de transmitirlo como herencia generosa a quienes debían ser cuidadosos y activos guardianes de la hacienda de su Señor.
Obra de misericordia, y muy estimable, es la de respetar, comprender, ayudar y obedecer a todos los que, de una forma o de otra, nos guían y sirven; desde padres y maestros hasta quienes dirigen y protegen y cuidan del bien común.
Los últimos papas han alabado la nobleza de la vida política y de trabajar por el bien que a todos pertenece. Se ha hablado de la caridad política como una manera de actuar según el mandamiento evangélico del amor fraterno.
En los diversos sectores de la vida social, educativa, económica, laboral, empresarial y científica ocurre un tanto de lo mismo. Hombres y mujeres que emplean su inteligencia y su tiempo en provecho de todos. Recibieron por ello un justo salario, pero siempre hay una responsabilidad, un esfuerzo y unas preocupaciones que difícilmente pueden estar incluidas en los números de un sueldo.
Dentro de la Iglesia, podemos hablar del Santo Padre, pastor universal; de los obispos, sucesores de los apóstoles y que cuidan de una porción particular del pueblo cristiano; de los sacerdotes, diáconos y ministros, que ofrecen la Palabra, los sacramentos, el cuidado de la comunidad que se les ha confiado; de los catequistas, voluntarios de la caridad, dirigentes de asociaciones eclesiales… Inapreciable y por demás meritorio es su trabajo. Dios será el mejor pagador, sin duda alguna, pero también merece un reconocimiento explícito de quienes nos sentimos servidos por ellos.
En ese catálogo de las obras de misericordia –corporales y espirituales, antiguas y nuevas– no puede faltar la de comprender, mostrar reconocimiento y prestar la colaboración y obediencia que proceda a quienes nos sirven y ayudan.
“En este sentido –nos decía el papa Francisco al comenzar el Jubileo de la Misericordia que estamos viviendo este año–, la indiferencia, y la despreocupación que se deriva de ella, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad”.
En el nº 2.984 de Vida Nueva