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Discurso del cardenal Blázquez al inaugurar la 107ª Asamblea Plenaria de la CEE (18-04-2016)

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(*) Texto íntegro del discurso del presidente de la CEE, al que VN incorpora enlaces a informaciones propias

Saludos

Saludo fraternalmente a los hermanos en el episcopado y les doy la bienvenida a esta Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española.

Doy las gracias en nombre de todos a quienes con generosidad y competencia dedican su tiempo y sus fuerzas a los diversos servicios de la Conferencia. A cuantos comunicadores cubren este acontecimiento eclesial de la Asamblea expreso mi respeto y gratitud por su trabajo.

Recordamos también algunos relevos en el episcopado: felicitamos a Mons. D. Gerardo Melgar Viciosa, que ha pasado del servicio pastoral en Osma-Soria a Ciudad Real, y agradecemos a Mons. Antonio Algora Hernando el ministerio desarrollado en esta diócesis, de la que continúa siendo administrador apostólico hasta el día 21 de mayo, en que tomará posesión D. Gerardo. Igualmente agradecemos sus trabajos apostólicos a Mons. D. Ramón del Hoyo López, a quien el santo padre ha aceptado la renuncia de la diócesis de Jaén, en la que continúa de administrador apostólico, y felicitamos a su sucesor, Mons. D. Amadeo Rodríguez Magro, hasta ahora obispo de Plasencia, que comenzará su ministerio en la sede jiennense el próximo 28 de mayo.

Doy un saludo especial de bienvenida a Mons. D. Juan Carlos Elizalde Espinal, obispo de Vitoria, nombrado el día 8 de enero de 2016 y que tomó posesión el pasado día 12 de marzo, que ha relevado en dicha sede a Mons. D. Miguel Asurmendi Aramendía, SDB, a quien el papa ha aceptado su renuncia tras un dilatado servicio episcopal, que agradecemos de corazón.

Un saludo también a quienes desde nuestra última Asamblea Plenaria han pasado a ocupar sus nuevas sedes episcopales: Mons. D. Fidel Herráez Vegas en Burgos, Mons. D. Juan José Omella Omella en Barcelona y Mons. D. Juan Antonio Menéndez Fernández en Astorga, que sucedieron en ellas respectivamente a Mons. D. Francisco Gil Hellín, al cardenal D. Lluís Martínez Sistach, y a Mons. D. Camilo Lorenzo Iglesias, a quienes manifestamos nuestra gratitud por su generoso servicio ministerial.

A unos nos unimos en la gratitud por el ministerio cumplido y a otros acompañamos en la esperanza al comenzar, después de recibir la ordenación, su ministerio episcopal, como ocurre con Mons. D. Luis Ángel de las Heras Berzal, CMF, nombrado obispo de Mondoñedo-Ferrol el pasado día 16 de marzo, y que será ordenado obispo el día 7 de mayo, así como a Mons. D. Luis Javier Argüello García, nombrado obispo auxiliar de Valladolid el 14 de abril, que recibirá la ordenación episcopal el día 3 de junio.

A todos ellos queremos mostrar nuestra fraternidad en el ministerio episcopal tanto a los obispos eméritos como a los que ejercen o van a ejercer próximamente el encargo encomendado.

Cuatro diócesis están actualmente presididas por administrador diocesano. Saludo cordialmente a los Ilmos. D. Antonio Gómez Cantero, de la diócesis de Palencia, a D. Antonio Rodríguez Basanta, de Mondoñedo-Ferrol, a D. Gerardo Villalonga Hellín, de la diócesis de Menorca, y a D. Vicente Reboredo García, administrador diocesano de Calahorra y La Calzada-Logroño ¡Bienvenidos a esta Asamblea!

Saludo también a los hermanos y hermanas que nos acompañan en esta sesión inaugural y les pido que recen a nuestro Señor Jesucristo, Pastor y Obispo de nuestras almas (cf. 1 Pe 2, 25), por los frutos de esta Asamblea de nuestra Conferencia Episcopal que iniciamos.

Deseo tener un recuerdo especial por un obispo fallecido después de nuestra última Asamblea Plenaria. Se trata de Mons. D. Alberto Iniesta Jiménez, obispo auxiliar emérito de Madrid, que murió el día 3 de enero del presente año. Le agradecemos su dilatado ministerio episcopal ejercido, junto a otros hermanos en el episcopado, en momentos difíciles y a la vez apasionantes de la reciente historia eclesial y política de España. Oramos al Señor por su eterno descanso; confiamos que haya escuchado de labios de nuestro Señor: «Siervo bueno fiel, entra en el gozo de tu Señor» (cf. Mt 25, 21-23).

Exhortación apostólica postsinodal ‘Amoris laetitia’

El pasado día 8 de abril se hizo público un documento muy esperado: la exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, del papa Francisco, que acogemos con especial agradecimiento, por cuanto va a ser para nosotros una verdadera guía en una de las tareas más necesaria de nuestros servicio ministerial como es la adecuada atención y fortalecimiento de la pastoral familiar.

«La alegría del amor (Amoris laetitia) que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia»: así comienza la mencionada exhortación apostólica postsinodal, firmada por el papa el día 19 de marzo, fiesta de San José. Este comienzo se sitúa en la misma perspectiva de su primera exhortación apostólica, que a su vez era programática de su pontificado. «La alegría del Evangelio (Evangelii gaudium) llena el corazón y la vida entera de los que encuentran a Jesús». La carta apostólica dirigida a todas las personas consagradas en el inicio del Año de la Vida Consagrada lleva por título Testigos de la alegría.

Estas coincidencias reiteradas e intencionadas nos llevan a la conclusión de que la alegría y el gozo del Evangelio iluminan el magisterio del papa Francisco. No es con mirada oscura y triste, sino gozosa y esperanzada por la salvación que proclama el Evangelio y comunica el encuentro con Jesucristo, impregnada por la misericordia de Dios, con la que contempla el papa Francisco a la humanidad en la hora presente. Esta alegría es compatible con las pruebas, ya que para los discípulos de Jesús crucificado y resucitado la cruz y la luz se armonizan en su existencia marcada por la Pascua 9 (cf. 1 Pe 1, 6-9; 4, 12-14). Esta alegría tiene su versión en el matrimonio cristiano, que dilata la amplitud del corazón. «La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones» (AL, n. 126).

La visión que transmite la exhortación apostólica es realista con finura por la cercanía cordial a las personas en sus situaciones concretas, y también gozosa por el amor de Dios. No es difícil descubrir entre el papa Juan XXIII y el papa Francisco una afinidad de espíritu y de actitudes. Dios no es fuente de aflicción y tristeza, sino de gozo y paz. El Evangelio es Buena Noticia para los hombres, que alegra el corazón de quienes lo reciben y de los misioneros que lo anuncian. Por ello, un santo triste es un triste santo». Cargar con la cruz siguiendo al Señor vencedor del pecado y de la muerte fortalece el ánimo y otorga confianza.

Ha sido una significativa coincidencia el que la publicación de la exhortación Amoris laetitia (AL) haya tenido lugar en el Año Jubilar de la Misericordia, ya que la lógica de la misericordia es clave del documento. Así leemos: «Es providencial que estas reflexiones se desarrollan en el contexto de un Año Jubilar dedicado a la misericordia, porque también frente a las más diversas situaciones que afectan a la familia, la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona» (AL, n. 309). La misericordia del padre bueno de la parábola restituye al pródigo en la dignidad de hijo y lo reintegra en la casa paterna; en cambio, el rigor del hermano mayor, que se juzgaba cumplidor intachable de las órdenes del padre, excluía a su hermano y se negaba a entrar en la fiesta del perdón y de la alegría (cf. Lc 15, 11-32). «Dos lógicas recorren, según el papa Francisco, toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. El camino de la Iglesia es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita. Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio» (AL, n. 297). Esto es válido para todos nosotros y también para los divorciados vueltos a casar.

Por este dinamismo de la misericordia que tiende a integrar se comprende que nadie, aunque se halle en situación “irregular” por la unión matrimonial, debe considerarse excomulgado, al margen de la Iglesia y abandonado por Dios. No está remitido definitivamente solo a la misericordia de divina en su propio corazón y aisladamente, sino que puede continuar contando y viviendo en la Iglesia, que es casa de misericordia y sacramento de salvación. En diálogo cercano y confiado con otros cristianos y en movimiento de humilde retorno a Dios puede ser admitido por el ministro de la comunión eclesial en la vida y en las tareas de la Iglesia hasta donde ambos con sinceridad de conciencia y fidelidad evangélica, el presbítero y el cristiano que se halla en esa situación “irregular”, juzguen oportuno.

En la exhortación apostólica es primordial el discernimiento cristiano. Supone la aceptación de la doctrina de la Iglesia y el respeto de las normas canónicas. Pero el discernimiento espiritual tiene algo de singular, ya que se trata de buscar la voluntad de Dios en una situación concreta de una persona singular. No basta para ello enumerar una casuística hasta el límite de lo previsible para encuadrar el caso concreto. Se requiere un aliento nuevo y una nueva actitud. El discernimiento, que nunca puede separarse de las exigencias de la verdad y del amor del Evangelio, busca abrirse a la Palabra de Dios que ilumina la realidad concreta de la vida de una persona, por definición irrepetible. Por ello, el discernimiento acontece en docilidad al Espíritu Santo. El discernimiento no significa ceder al individualismo ni al capricho de la persona; no es menos fiel al Evangelio que el atenimiento estricto a la letra.

La conciencia personal, en que resuena la voz de Dios y brilla su luz, debe ser formada en el conocimiento del Evangelio y en la obediencia a Dios, pero no puede ser sustituida (cf. AL, n. 38); es como un santuario que nadie puede invadir.

Como el discernimiento debe abrirse paso en la complejidad de una vida concreta con muchos condicionamientos, y como cada persona recorre su camino y tiene un ritmo propio de asimilación del Evangelio, no basta recordar y aplicar sin más los principios generales; debemos ejercitar la docilidad al Espíritu Santo, que actualiza, apropia y personaliza la Palabra de Dios en Jesucristo a cada cristiano. Acompañamiento de otros cristianos adultos, comunión leal en la Iglesia, obediencia fiel a Dios y escucha atenta de la conciencia convergen en el discernimiento. «A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos, podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción de matrimonio. Ciertamente que hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y acompañada por el discernimiento responsable y serio del pastor, y proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede reconocer no solo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo» (AL, n. 303).

La exhortación apostólica es un gran documento por ser un escrito largo y por ser un documento importante. Las dimensiones de Amoris laetitia se explican por varios motivos. En la exhortación se recogen abundantemente párrafos de las dos Relaciones sinodales, de catequesis del papa Francisco y de otros documentos magisteriales, e incluso citas interesantes de teólogos y de personas dotadas de sabiduría y del don de la palabra. Es larga la exhortación porque está escrita con un estilo esponjado, ágil y bello. No es un escrito denso apto solo para técnicos; es de fácil lectura y comprensión. Aunque se lee sin necesidad de releer para entender bien, compensa siempre el trabajo de relecturas para percibir sugerencias interesantes antes inadvertidas. No es un escrito “plano”, sino rico y estimulante. Por otra parte, aunque los capítulos están bien trabados en el conjunto, se puede leer cada capítulo separadamente. El capítulo centrado en la Sagrada Escritura; el dedicado a los desafíos de la cultura y la sociedad actuales planteados a la familia; el bello capítulo cuarto, que trata del amor matrimonial, siguiendo el hilo conductor del llamado himno de la caridad (cf. 1 Cor 13), donde aparece que al amor genuino otras realidades le han robado indebidamente el nombre (santa Teresa de Jesús); el interesante capítulo sobre la educación de los hijos etc., pueden ser leídos por sí mismos. Igual que en una novela no se va directamente a ver el desenlace sin haber leído los capítulos precedentes, yo pediría que no se pase inmediatamente al octavo, donde los medios de comunicación fijaron su atención y atrajeron la de todos.

Ha merecido la pena este largo recorrido. Desde la “corazonada” del papa para convocar dos veces el Sínodo de los Obispos sobre la familia; pasando por los cuestionarios distribuidos capilarmente, con numerosas respuestas, ya que la familia es un bien de la sociedad y de la Iglesia, que a todos nos afecta y ha experimentado tantos desafíos y cambios en los últimos decenios; con paradas en las dos Asambleas del Sínodo sobre las cuales se proyectaron muchas expectativas; con vivacidad en las discusiones y actitudes diferentes de los padres sinodales dentro de la comunión de la Iglesia etc., el camino ha sido trabajoso e intenso. Este largo itinerario recorrido “sinodalmente” ha culminado en esta preciosa exhortación; no hay cambio de doctrina, como era de suponer, pero sí hay aliento nuevo, lenguaje nuevo y actitud nueva ante las variadas situaciones, que ya no son o todavía no son plenamente matrimonio cristiano. Abre caminos nuevos de actuación pastoral en la Iglesia, o, como dijo en la 14 presentación el cardenal Schönborn, “algo ha cambiado en el discurso eclesia”.

Amoris laetitia es, por tanto, un buen y un bello servicio a la Iglesia, que tendrá una repercusión muy positiva en la humanidad y pone al descubierto con valentía confusiones en la concepción del matrimonio y de la familia, que a veces han pasado a la legislación civil. Es, en definitiva, una invitación profunda y lúcida para que cuidemos como oro en paño el tesoro de la familia, base de la humanidad y de la Iglesia.

La Conferencia Episcopal Española cumple 50 años

Este año de Jubileo eclesial de la Misericordia, la Conferencia celebra también otro jubileo particular: el 50 aniversario de su creación. La Conferencia Episcopal Española realizó su reunión constitutiva entre los días 26 de febrero y el 4 de marzo de 1966. Se han cumplido hace poco tiempo cincuenta años. Tuvo lugar la reunión en la Casa de Ejercicios del Pinar de Chamartín, cerca de aquí; participaron setenta obispos. Presidió la asamblea inicial el cardenal Enrique Pla y Deniel, arzobispo de Toledo y primado de España, hasta que el día 28 fuera elegido presidente de la Conferencia el cardenal Fernando Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago de Compostela.

La Junta de Metropolitanos estuvo en activo desde el año 1921 hasta la terminación del Vaticano II. La última reunión tuvo lugar el día 30 de enero de 1965 bajo la presidencia de Pla y Deniel. Este organismo supradiocesano era una solución insuficiente y transitoria que pasó a otro nivel en la Conferencia Episcopal de la que son miembros todos los obispos. A continuación diré solamente algunas palabras sobre la Conferencia, ya que con ocasión de estas efemérides recibiremos a lo largo del año cumplida información de carácter histórico, eclesiológico y pastoral.

Si Menéndez Pelayo escribió que el Concilio de Trento había sido tan ecuménico como español, debemos reconocer que en el Concilio Vaticano II el protagonismo del episcopado español se hizo notar poco. El profesor Santiago Madrigal, en su libro Protagonistas del Vaticano II. Galería de retratos y episodios conciliares (Madrid 2016), en una lista de 100 protagonistas del Concilio solo incluye a seis españoles. En este sentido se ha escrito: «Se puede decir que España es uno de los países que –en proporción a su historia y al volumen de su población católica– menos influyeron en el Vaticano II, y a la vez es uno de los países en que el Vaticano II influyó más poderosamente»[1]. En el decurso de las sesiones fueron percibiendo los obispos españoles la distancia que los separaba en orientación teológica y en actitudes de la Asamblea conciliar. Por esto, el Concilio fue para los mismos obispos una oportunidad de cambio. Es de alabar la docilidad operativa que desde el primer momento de la clausura del Concilio manifestaron. Si en un principio había existido menor sintonía, la recepción eclesial y la comunión con el Concilio presidido por el papa fueron inequívocas. Ante el desfase experimentado se comprende que el influjo fuera entonces como un crisol y que el Concilio Vaticano II haya sido una referencia fundamental para la Iglesia en España.

La recepción y actuación del Concilio no fue fácil ni pacífica. Hubo desasosiego, polémicas, resistencias e impaciencias. Hacía mucho tiempo que las aguas estaban estancadas, de modo que al romperse las compuertas arrastró consigo tantas corrientes de vida cristiana auténtica como hábitos envejecidos. No fue tarea fácil mantener el equilibrio en aquella agitación. La confesionalidad del Estado no era compatible con las relaciones diseñadas por el Concilio entre el Estado y la Iglesia y caracterizadas por la mutua independencia y la sana colaboración. Se comprende que la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre el derecho a la libertad social y civil en materia religiosa encontrara dificultades para ser comprendida y llevada a la práctica. La transición política, que no fue exclusivamente política, realizó esta doble tarea pendiente.

Las efemérides de acontecimientos importantes, tanto en la vida personal y familiar, como en la social y eclesial, nos invitan a recordar nuestra historia ante el Señor de la historia. La misma liturgia y la piedad cristiana cuando termina un año y comienza otro nos impulsa a dirigir la mirada al pasado, al presente y al futuro. La relación con Dios se despliega en acción de gracias (confessio laudis), en reconocimiento de los pecados (confessio peccati) y en mirada confiada hacia el futuro (confessio fidei). ¿Por qué no hacer también este ejercicio mirando en las diversas perspectivas del tiempo al cumplir 50 años nuestra Conferencia Episcopal?

Tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios por el acierto del Concilio al decidir la erección de las Conferencias Episcopales. La nuestra ha desarrollado una intensa actividad que se ha traducido en una ayuda inestimable para diócesis y obispos, para todos los fieles cristianos y los diversos servicios en la Iglesia. El trabajo llevado a cabo por la Conferencia ha repercutido positivamente en nuestra sociedad. La acción de gracias es la primera reacción que queremos expresar. Los volúmenes, publicados por la BAC, que recogen los documentos de la Conferencia Episcopal de este medio siglo, y que serán presentados a final de este mes, son un testimonio fehaciente de esta inmensa actividad. La Conferencia Episcopal Española no ha estado ociosa; ha trabajado intensamente atendiendo a las necesidades y conveniencias pastorales del momento. Sin su trabajo hubiéramos estado más desguarecidos para comprender las situaciones y actuar en consecuencia. ¿Nos imaginamos qué habría sido de la Iglesia en España en los decenios pasados sin el apoyo y la orientación de la Conferencia Episcopal Española?

También habrá motivos para pedir perdón a Dios y disculpa a las personas. Se puede comprender a priori que la Conferencia Episcopal Española, como otras instituciones eclesiales, no habrá acertado siempre; es de suponer que a veces no haya respondido a lo que de ella se esperaba. Las limitaciones humanas; la mirada, unas veces corta y otras, superficial; la comunión y comunicación entre sus miembros puede haberse resentido por personalismos excesivos debilitándose de esta forma el servicio que debía a la Iglesia. Reconocemos nuestros fallos y nos remitimos al Dios de la Misericordia, precisamente en este Año Jubilar, solicitando la comprensión de todos.

Ciertamente necesitamos, de cara al futuro, ejercitar la confianza y la esperanza en Dios. Necesitamos ante los desafíos de cada situación histórica remitirnos al poder del Espíritu (cf. Hch 20, 22-24). La conciencia de nuestra fragilidad, la magnitud de los problemas y la fidelidad prometida por Dios nos invitan a mirar unidos en fraternidad ministerial al futuro con vigilancia, laboriosidad y determinación. El decreto conciliar Christus Dominus, que en los números 37-38 mandó crear las conferencias episcopales para promover el servicio pastoral a las diócesis en las circunstancias de nuestra época, recomienda también en el dinamismo de ayuda recíproca que se fomente las relaciones entre las conferencias episcopales de diversos países. Pues bien, en varios sentidos se ha llevado a cabo entre nosotros esta indicación. La Conferencia Episcopal Española forma parte del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa (CCEE), que celebra anualmente su Asamblea general. Presta este Consejo una ayuda no desde- ñable. Lo mismo cabe decir de nuestra pertenencia a la Comisión de Obispos de la Unión Europea (COMECE).

Existe también la colaboración de nuestra Conferencia Episcopal con las conferencias episcopales de América Latina. Nos sentimos particularmente hermanados por la historia, la evangelización, la lengua y la cultura, con sus obispos. De hecho, el presidente de la Conferencia Episcopal Española es miembro de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (CELAM); en esta condición participó en la Conferencia de Aparecida (Brasil), celebrada el mes de mayo del año 2007. Con algunas conferencias de América nuestra relación, por diversos motivos y circunstancias, es más intensa. Quiero aludir ahora a la Conferencia Episcopal de Cuba, Venezuela y de México. A nuestras Asambleas invitamos a representantes de las conferencias de Portugal, Italia, Francia, Alemania, Polonia, y somos invitados por ellos. Nos sentimos gozosos en la fraternidad de la fe cristiana y del ministerio episcopal, al compartir la ayuda que se presta y el beneficio que se recibe. Es un «intercambio de dones», del que ya habló el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, n. 13).

Con varias iniciativas queremos recordar y celebrar los cincuenta años transcurridos desde la constitución de la Conferencia Episcopal Española. A través de un mensaje dirigido al Pueblo de Dios, que someteremos a aprobación en la presente Asamblea, queremos hacer partícipes a todos de este aniversario, que, dada su incidencia en la Iglesia, merece la pena ser subrayado. Las Facultades de Teología y Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca junto con las otras Facultades similares del resto de España celebrarán, promovido por nuestra Conferencia Episcopal, en junio un congreso sobre la figura de las conferencias episcopales.

Con motivo de este 50 aniversario de nuestra Conferencia aparecen también en cinco volúmenes, editados por la BAC, todos los documentos elaborados y hechos públicos durante estos cinco decenios. Esta mole de escritos es un monumento a la memoria y un empeño del presente que incesantemente se abre al futuro. Por fin, aprovecharemos el cincuenta aniversario para revisar y eventualmente actualizar el funcionamiento, organización y Estatutos de la Conferencia y someteremos, como establece nuestro vigente Plan Pastoral, a una evaluación evangelizadora todos los organismos de la CEE. La memoria no nos retiene en su posible nostalgia, se abre al compromiso que renovamos en el presente mirando al futuro.

En la encrucijada política

Aunque el fin que asignó Cristo a su Iglesia es, como nos señala el Concilio, «de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina» (GS, n. 42), por ello estamos llamados, en nuestro caso como pastores de la Iglesia, a decir una palabra sobre las especiales circunstancias políticas que está viviendo nuestro pueblo.

Los resultados de las elecciones generales celebradas el día 20 de diciembre del año pasado, aunque hubieran sido anticipados en las anteriores locales y autonómicas, comparados con las consultas generales de los decenios anteriores fueron realmente inéditos. Para formar un gobierno era preciso un ejercicio de diálogo y generosidad entre los partidos políticos, ya que se preveía una tarea particularmente complicada. Hace ya más de tres meses de la convocatoria a las urnas y los ciudadanos estamos sumidos en la incertidumbre. Nos preocupa no solo el tiempo largo transcurrido, sino también las exclusiones en la comunicación. Con las hipótesis diversas y de hondo calado, nos hallamos como en una encrucijada. Pedimos a los responsables de la gestión de los resultados electorales que prevalezca claramente el bien común sobre los intereses particulares. Esta situación tan difícil y prolongada puede dejar unas heridas en la convivencia social que entorpezcan la comunicación y el trabajo que a todos afecta. Abundan las descalificaciones personales que nunca son razones. La desacreditación mutua hace imposible una reflexión serena sobre los problemas básicos y las tareas pendientes.

Me permito citar unas palabras de un observador penetrante de nuestra historia, pasada y presente, impregnadas de preocupación porque considera tales actitudes ya superadas en los decenios anteriores. «Junto al hecho (de la perversión del lenguaje) hay otro hecho moral que me parece gravísimo: la escisión y confrontación de la sociedad española, siendo una descalificada por la otra. Es una injusticia mayor reclamar para una de ellas la verdad de España negándosela a la otra, como si esta no existiera, no perteneciera a la única historia, y sacando la consecuencia de no dialogar con ella. Esta postura reclama para sí la única que tiene dignidad cultural y posee la primacía moral, y con ello lanza una mirada despreciativa a la otra. Ella reclama a su vez representar e interpretar lo que es modernidad, progreso, democracia y capacidad de creación de riqueza. Es un juicio sobre las realidades fundamentales identificadas con un programa político, moral y cultural, con rechazo de las propias del prójimo» (O. González de Cardedal).

Al parecer se han removido hasta los cimientos de nuestra convivencia como pueblo; cuando esto acontece y tememos que acontezca, vacilamos y nos sentimos desconcertados, mirando al futuro con particular aprensión. En esta situación me permito recordar algunas realidades básicas que nos garantizan mayor estabilidad y una mirada más confiada al futuro.

La Constitución española regula básicamente nuestra convivencia señalando los valores fundamentales y las instituciones básicas. La Constitución fue gestada en un ambiente de diálogo y de consenso, al que no fue ajena la Iglesia y más en concreto nuestra Conferencia Episcopal; deseábamos entrar en una nueva etapa en la que todos tuviéramos espacio, reconciliándonos como ciudadanos y convivientes, sin privilegios ni exclusiones. La Constitución fue ratificada libremente en referendum por la sociedad. Aunque haya aspectos en los que el paso del tiempo nos indique la conveniencia de ser actualizados, no es razonable ni legítimo poner en cuestión las líneas fundamentales de la misma; sin esta casa común quedaríamos a la intemperie.

Nuestro marco más amplio como pueblo es Europa, en cuya historia España ha tenido una contribución importante. Europa ha ejercido un influjo inmenso con sus luces y sus sombras, en la humanidad. Sería indebido que Europa se redujera a los aspectos económicos, técnicos y de bienestar. ¿No faltan confianza en el futuro, generosidad y magnanimidad? Ha emitido Europa una irradiación que la ha hecho grande; olvidar las raíces grecorromanas, cristianas, de la Ilustración u otras de índole solidaria nos debilitan. La desmemoria de la historia incapacita para proyectos atrayentes de futuro. Cerrar ahora, por ejemplo, nuestras fronteras para defender nuestro nivel económico es signo de miedo y de debilidad vital. Como lo son también los muros levantados frente a la llamada apremiante y dramática de los refugiados, ante la que no podemos hacer oídos sordos en una actitud egoísta, aunque esta se revista en las instituciones europeas de un falso aparejo jurídico, que elimine de facto el inalienable derecho de asilo de los refugiados y contradice nuestra tradición humanitaria europea. La visita del papa Francisco a la isla griega de Lesbos, junto al patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I, el pasado sábado día 16, es para nosotros un llamamiento a una mayor solidaridad europea, signo de nuestra verdadera tradición y raíces humanistas y cristianas.

Recordemos en este sentido las palabras del papa Juan Pablo II pronunciadas el 9 de noviembre de 1982 en Santiago de Compostela como un grito lleno de amor que apela a nuestra identidad: «Vieja Europa, vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Renueva aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes».

Los derechos humanos tienen su fundamento en la dignidad de la persona. El respeto mutuo, la libertad, la defensa de todo ser humano se asienta en la persona con su dignidad inviolable e innata. El carácter sagrado de la persona, de cualquier condición social, raza, sexo, origen, religión, es idéntico. La discriminación es una ofensa a la persona, que lleva en su rostro el resplandor de Dios.

La Declaración conciliar Dignitatis humanae, de cuya aprobación se han cumplido cincuenta años el día 7 de diciembre último, después de acaloradas discusiones y de una clarificación cada vez mayor, afirma: «Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de los grupos sociales y de cualquier poder humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública y privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites». Y continúa: «El derecho 24 a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón» (DH, n. 2). Este derecho debe ser reconocido, ya que es inherente a la persona, que lo tiene por sí misma y no porque se le otorgue.

Consideramos un servicio prestado a los demás advertir que si se oscurece en la humanidad la luz de Dios, se obnubila al mismo tiempo la dignidad de la persona humana. También debemos denunciar que Dios sea utilizado para justificar la violencia contra las personas. Ni promover la exclusión de Dios ni la profanación de su nombre, ni fundamentalismo intolerante ni laicismo disolvente. Es bueno para el hombre respetar a Dios, y es bueno para la paz de la humanidad apoyarnos en Dios, Creador de todos los hombres que nos hermana.

Sin el reconocimiento de Dios, o al menos sin su búsqueda, no tenemos capacidad para afrontar nuestras indigencias más hondas. El camino es el amor y no la violencia; la violencia, que se alimenta del rencor, siembra muerte y, viceversa, la injusticia y el desprecio generan violencia. El amor, en cambio, une a las personas para caminar juntos hacia el futuro. La Misericordia de Dios, como nos recuerda insistentemente el papa Francisco, nos impulsa a acercar el corazón a los despreciados, los enfermos, los descartados, los pobres, los excluidos de la mesa de los bienes de la humanidad. La misericordia recibida nos hace mensajeros y ministros de las obras de misericordia.

La Iglesia no aspira en España a ser privilegiada ni quiere ser preterida. Se siente en el derecho de reclamar la libertad religiosa y este mismo derecho quiere compartirlo con las demás confesiones cristianas, con otras religiones y con quienes no se reconocen en ninguna religión. La aconfesionalidad significa que el Estado no profesa ninguna confesión religiosa para que todos se puedan sentir igualmente libres e igualmente respetados, garantizando una sociedad plural en lo religioso. El Estado es aconfesional, y los ciudadanos seremos lo que creamos conveniente. El Estado debe proteger el derecho a la libertad religiosa. La fe tiene una dimensión colectiva y social irrenunciable. «Un sano pluralismo no implica una privatización de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y a la marginalidad de los recintos cerrados de los templos, sinagogas o mezquitas» (papa Francisco).

Existe una convergencia prácticamente coincidente entre la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea de la ONU en París el 10 de diciembre de 1948, la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II y la Constitución española de 1978 en relación con el derecho a la libertad religiosa, individual y colectivamente, tanto en privado como en público, por la enseñanza, la práctica y el culto. En este ámbito nos movemos pacíficamente como ciudadanos y católicos.

Por lo que se refiere a la educación, nuestra Constitución, teniendo en cuenta la Declaración universal de los Derechos Humanos en el artículo XXVI («Toda persona tiene derecho a la educación»; «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la persona humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales»; «Los padres tendrán derecho preferente de escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos»), afirma en su artículo 27: «Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos y a los derechos y libertades fundamentales. Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Según nuestra Constitución, que se remite a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la enseñanza religiosa no es un privilegio de la Iglesia católica que la habilitara para imponerla a los demás ciudadanos; es un derecho que asiste a los padres para elegirla para sus hijos; este derecho es un servicio a los alumnos, a las familias y a la misma sociedad. La lealtad en el cumplimiento de los derechos rige también en el derecho a la educación.

La «laicidad positiva», como expresó en alguna ocasión el Tribunal Constitucional, que implica “cooperación” y “neutralidad”, se ha encauzado a través de los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español (firmados el año 1979 y posteriores, por tanto, a la ratificación de la Constitución española). Hay también Acuerdos del Estado español con otras confesiones: judíos, protestantes y musulmanes. Ni en un caso ni en otro se trata de privilegios, sino de instrumentos jurídicos de armonía con el derecho a la libertad religiosa (Julio L. Martínez).

En la presente encrucijada me ha parecido conveniente recordar el marco fundamental de nuestra convivencia como pueblo y sociedad. Si estos cimientos se conmovieran, nuestra convivencia se volvería insegura. Obviamente, ruptura es distinta de actualización, que en algunos aspectos pudiera ser oportuna. En la transición política, elaborada en un clima de diálogo y de encuentro o reencuentro, mirando a un futuro de respeto y de convivencia en las legítimas diferencias, se hizo converger en la Constitución española la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Declaración conciliar. Nació la Constitución de la concordia y está ordenada a la paz. Quiero en este momento expresar nuestra gratitud a quienes llevaron a cabo pacientemente y en escucha recíproca este noble edificio en que nos sentimos protegidos como personas, como españoles y como católicos.

En este contexto social y político quiere vivir la Iglesia contribuyendo mediante su específica misión pastoral al bien común de todo nuestro pueblo. La parte esencial de esta misión la constituye nuestra tarea evangelizadora, que encuentra en el vigente Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española un instrumento para avanzar en sus objetivos según el espíritu marcado por el papa Francisco en la exhortación Evangelii gaudium.

Así lo haremos en esta Asamblea, dedicando también una parte importante de nuestras reflexiones y diálogo al estudio del proyectado documento Jesucristo, Salvador del Mundo y Esperanza de los hombres, ya que Él constituye el contenido esencial de la evangelización y la vocación suprema del ser humano, pues «en realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (…). Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el 28 hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS, n. 22).

Por último, como saben, el santo padre Francisco convocó, durante el rezo del Regina coeli del pasado día 3 de abril, fiesta de la Divina Misericordia, una colecta especial a beneficio de Ucrania, que se celebrará en todas las Iglesia católicas de Europa el próximo 24 de abril, V domingo de Pascua. En sus palabras, el papa Francisco se refirió textualmente «al drama de los que sufren las consecuencias de la violencia en Ucrania: en los que permanecen en las tierras devastadas por las hostilidades que han causado ya varios miles de muertos, y en los más de un millón que fueron empujados a dejarlas por la grave situación que perdura», por lo que, continúa, «decidí promover un apoyo humanitario a su favor. Por eso, tendrá lugar una colecta especial en todas las Iglesias católicas de Europa el próximo domingo 24 de abril».

Para secundar esta convocatoria del papa, todas las diócesis de España, junto con las organizaciones caritativas y asistenciales de la Iglesia, hemos puesto en marcha una campaña conjunta con este fin, con el lema «Con el papa por Ucrania». En ella participan CONFER, Cáritas, Manos Unidas y Ayuda a la Iglesia Necesitada.

Lo recogido en estas colectas será enviado a la Santa Sede, y la distribución de la misma en los territorios afectados de Ucrania se realizará a través del Pontificio Consejo Cor Unum.

Como gesto de nuestra Conferencia Episcopal para esta campaña «Con el papa para Ucrania» se destinará una ayuda extraordinaria de 300.000 euros.

Unamos a esta campaña propuesta por el papa Francisco en aporte más valioso por nuestra parte: la oración confiada a Dios para que cesen todas estas situaciones injustas de sufrimiento en tantos escenarios conflictivos de nuestro mundo, y, por lo que se refiere a nuestro país, que el Señor nos conceda un verdadero espíritu de cooperación y concordia en la búsqueda del bien común de nuestro pueblo por encima de intereses partidistas.

Que santa María, Madre del Señor, nos ayude con su intercesión materna en los trabajos de esta Asamblea.

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[1] E. Vilanova Bosch, «La teología en España en los últimos 50 años», en Revista Española de Teología 50 (1990), p. 412

 

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