SEBASTIÀ TALTAVULL ANGLADA | Obispo auxiliar de Barcelona
“No puedo rezar el Padrenuestro!”, me comentaba un feligrés de la primera comunidad en la que serví como párroco. Su dificultad era –me decía– pedir el perdón a Dios y verse incapaz de perdonar a quien le estaba haciendo daño. Me conmovía su sinceridad, pero me preocupaba su inquietud. Quizá cuesta perdonar porque cuesta creer y, por ello, necesitamos tener una nueva visión de Dios para fortalecer nuestra fe. Querer ser perdonado y perdonar es el ejercicio necesario para llegar a descubrir mi verdad ante Dios y ante los demás, y vivir el gozo de la misericordia.
La gente es sencilla y la conciencia es algo tan importante que llama a vivir con coherencia. A este feligrés traté de ayudarle tantas veces como pude y, al fin, me dijo: “Veo que Dios me está ayudando a hacer un pequeño paso cada día. Ya me acepta como soy, con mi débil fe. Veo que, a pesar de todo, a mí me perdona; por ello, ahora empiezo a verme con fuerzas para dar un poco más de espacio en mi corazón a aquellas personas a las que me cuesta perdonar”.
Es cierto. Todo se renueva cuando reconocemos nuestros fallos e incoherencias, cuando aceptamos y confesamos nuestro pecado, que siempre es ruptura, frustración e infidelidad respecto a la orientación cristiana de nuestra vida. El perdón de Dios y nuestra forma de perdonar difieren en que Dios perdona siempre, mientras que a nosotros nos cuesta hacerlo. Sin embargo, lo que para nosotros es imposible, es posible para Dios. ¡Creámoslo! “Todo lo que hagáis a uno de estos, a mí me lo hacéis”, dice Jesús.
Esto es definitivo y proyecta nuestro destino. Se trata de amar a Dios y al prójimo en un solo movimiento y con la certeza de que ambas direcciones son la misma. Quien ama y perdona nunca se equivoca. Es un don que siempre hay que pedir, pero con humildad.
En el nº 2.995 de Vida Nueva