Excluyendo a los aproximadamente diez millones que han ido a misa el domingo pasado, la imagen más cercana de un cura que ha tenido estos días parte de los 37 millones de españoles restantes es la del que acaba de reconocerse autor de abusos sexuales continuados a una niña desde que tenía diez años y era monaguilla. Verle y oírle estremece. Escucharla a ella, duele en lo más hondo.
No será la última vez que nos avergoncemos y mostremos nuestra repulsa por “estos comportamientos impropios de un sacerdote”, como acaba de hacer la diócesis de Mallorca. Afortunadamente, la inmensa mayoría no es así, y también la inmensa mayoría lo sabe y lo respeta.
El pasado fin de semana, una treintena de periodistas se reunió, un año más –ahora en Mérida–, para honrar la memoria del cura Unciti y acompañar la orfandad en la que les dejó con el cariño mutuo y la celebración eucarística y en torno a la mesa, como Jesús con los apóstoles. En la mesa de su residencia para estudiantes se fueron solidificando los rudimentos de la fe de decenas de muchachos, que encontraron en el testimonio de aquel cura bajito un ejemplo para transitar la vida intentando no hacer mucho mal.
Al salir de Mérida, me topé por casualidad con la Avenida de Arzobispo Antonio Montero, signo del reconocimiento de una ciudad a un cura al que estos días honramos también como alma mater de Vida Nueva. Y haciendo parada en Trujillo, reparé en que a la famosa estatua de Pizarro en la monumental plaza le ha salido un competidor menos belicoso: los dos metros de bronce de quien fue hasta hace pocos años su cura, don Ramón Núñez, costeada por los vecinos en agradecimiento por sus desvelos de padre durante medio siglo.
Sí, claro que hay curas como Dios manda.
En el nº 2.996 de Vida Nueva
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