JOSÉ MANUEL BERNAL LLORENTE, liturgista
Hay que felicitar al cardenal Robert Sarah por el celo con que está promoviendo una participación más intensa y más profunda en la Eucaristía por parte del Pueblo de Dios. Hay que felicitarle por sus desvelos pastorales. Lo sorprendente es que, para reactivar esta participación, el cardenal esté impulsando una campaña para que las celebraciones se hagan mirando hacia el Oriente. Para ello está dispuesto a estudiar una reforma de la reforma litúrgica del Vaticano II y dar un nuevo impulso a la vida litúrgica.
Todos sabemos que las iglesias cristianas, sobre todo las antiguas, estaban orientadas hacia el Oriente; y que en muchas celebraciones ese era el modo de estar de los celebrantes y de la asamblea. Pero esto no nos va a resolver el problema de la participación en la Eucaristía, ni va a garantizar que Dios ocupe el centro de la celebración, ni que la actitud de adoración adquiera un nivel de prioridad en nuestras plegarias. Esto está claro.
Ahora bien, si lo que desea el señor cardenal es que en la liturgia de la Eucaristía el cura celebre de espaldas al pueblo y mirando al Oriente, que lo diga claramente. De esa forma sabremos de qué estamos hablando. Además, así entenderemos su propuesta de hacer la reforma de la reforma, y su insistente recuerdo de las dos formas de celebrar la liturgia romana, la ordinaria y la extraordinaria, puestas en circulación por el bendito papa Ratzinger.
También nosotros buscamos, con el máximo interés pastoral, que nuestra atención y nuestras miradas estén fijas en el altar, consagrado con el santo crisma; por eso nos colocamos en torno suyo, porque “el altar es Cristo” (Altare Christus est), como anota el ritual de la Dedicación del altar, y porque en él se simboliza la presencia del Señor “sacerdote, víctima y altar” (Prefacio de Pascua V).
El altar, mesa del banquete y ara del sacrificio, es el centro hacia el cual se dirige la atención de toda la asamblea del Pueblo de Dios. Por eso los sacerdotes lo besan al llegar y lo inciensan; sobre él depositamos los santos dones del pan y del vino, en torno a él compartimos el cuerpo y la sangre del Señor y celebramos nuestro encuentro sacramental con Cristo. No precisamente mirando ad Orientem.
En el nº 2.997 de Vida Nueva
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