Verdaderamente es una lástima que la Iglesia en España tenga una vía de agua en su credibilidad y le afecte a su capacidad de influir con sentido en la vida de sus contemporáneos, porque –también verdaderamente– andamos muy necesitados de sus valores, que son los del Evangelio y no siempre los de algunos de sus pastores, que a veces saben “más de ‘maltratos’ que de un buen trato”, como acaba de decir Francisco en un mensaje al CELAM.
Perdón, confianza, fraternidad, encuentro, altruismo… son solo una secuencia del mapa genético de la institución que, si no se hubiese empeñado en España en hipotecar con un nuevo fundamentalismo teológico basado en verdades eternas abstractas –como cuando se asustó con la vacuna o la luz eléctrica–, podría esgrimir con autoridad a nuestros políticos ante el poco edificante espectáculo de las no-investiduras presidenciales, el diálogo de sordos y la ramplona altanería más propia de una tasca que de un parlamento.
Pero esperar que esta situación la acabe arreglando Educación para la Ciudadanía tampoco parece realista. Hoy los modelos a seguir ya no los dicta la escuela, sino la televisión y las redes sociales, donde abunda un pujante pensamiento tronista que cala incluso en políticos capaces de sostener ante un polígrafo que no hay nada malo en designar para el Banco Mundial a alguien que se lió con los papeles de Panamá…
La ética, y desde luego la estética, parecen opcionales, como elegir la pintura del coche o prescindir de la lima en el ceviche porque da ardores.
Aunque no se le ve con soltura para salir de esta situación ni para regenerarla, sí podemos remitirnos a Rajoy para definirla a ella y a sus protagonistas, aunque la expresión original sea de Romanones: “¡Qué tropa!”. Y metidos en este lodazal, ya ni extrañan las descalificaciones que dejan a un tris del doctor Mengele a santa Teresa de Calcuta o que juzgan como vacuas las razones por las que Isa Solá consagró su vida a devolvérsela a los escombros.
Publicado en el nº 3.002 de Vida Nueva. Ver sumario
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