PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
El hombre políticamente incorrecto por excelencia, incorrecto siempre, hasta el final, fue Jesús. Su gran tentación, como la de cualquiera, fue la de presentarse como triunfador. En el desierto, Satanás no le insinúa nada malo, pero le propone actuar desde arriba, desde el poder y la gloria. Y dice que no. Podría haber aceptado todos esos reinos para repartirlos luego entre los pobres, pero dice que no. Podría haber convertido esas piedras en panes para dar de comer a los hambrientos, pero dice que no. ¿Por qué Dios omnipotente no quiso cambiar el mundo desde arriba, sino pasar por uno de tantos y cambiarlo desde abajo? Esta es la alternativa cristiana, esta es la clave de la identidad del cristiano.
Hoy, como siempre, lo políticamente correcto es el dinero, el poder. Teóricamente todo esto parece obsceno, e incluso se dice que es obsceno. Pero, de hecho, son los famosos, los poderosos quienes están en la prensa, en los foros… A nuestros periódicos, televisiones y coloquios nunca traemos a los pobres, a los marginados, a los enfermos… Todos somos demasiado correctos políticamente, puesto que desconfiamos del poder de aquellos a quienes ha sido arrebatado todo poder. Desconocemos la grandeza de lo pequeño.
Ser políticamente incorrecto es muy difícil, pues supone separarse de la mentalidad reinante, y eso implica quedarse solo. Es duro quedarse solo. En la Iglesia católica, como en las demás Iglesias y en las otras religiones, hay personas incorrectas políticamente. Pero son pocas. La inmensa mayoría es incapaz de esta mentalidad nueva y sigue creyendo en el poder, el prestigio, el dinero.
Estoy asustado de hasta dónde puede llegar la perversión/inversión del mensaje cristiano. Pero sigo creyendo en un hombre que fue débil y que estuvo con los débiles: en un hombre que nació en un pesebre y que murió en una cruz. Creo en un hombre a quien no avergonzaban las “malas compañías” –recaudadores, impuros, prostitutas…–. Ese hombre es el hijo de Dios.
Ponerse de parte del débil, siempre, por sistema, bajo una bandera u otra, alentado por un espíritu u otro –me es completamente indiferente–, esa debería ser la clave de la incorrección política: la rebeldía frente al status quo. Por eso, porque no me importan las banderas ni las ideologías, sino quien de verdad está con los pobres, por eso tantas veces he podido unir mis manos y enlazar mis brazos a las manos y a los brazos de los no creyentes, a sabiendas de que caminábamos por la misma senda. Y por eso, también, he tenido que separar mis manos y soltar mis brazos de las manos y brazos de otros que se llaman creyentes, porque entre ellos y yo no había nada en común. Ni quiero que lo haya.
Quiero estar con quienes estén con los pequeños, se llamen como se llamen. Esa es mi familia, esa es la verdadera Iglesia, estén bautizados o no, lleven o no ese sello. Quiero estar con los humildes, los que lloran, los perseguidos a causa de la justicia, los rebeldes y los mansos, los que todavía se atreven a soñar, y no con quienes dicen: “No hay nada que hacer, la suerte está echada, todo es un desastre”. No, todo no es un desastre.
Creo en un hombre que no fue señor, sino siervo. Creo en un hombre que no fue un triunfador, sino el gran fracasado de la historia. Creo en un hombre que no maquilló el dolor y creyó en la palabra. Tocaba la carne enferma. Miraba a los poderosos de frente, obligándoles a bajar la mirada. Creo en un hombre que conservó su dignidad incluso cuando estaba desnudo. En un hombre que fue condenado por el poder religioso, en nombre de Dios.
La vida está siempre en los márgenes. Los marginales (Kafka, Wittgenstein, Pessoa…) tienen siempre la verdad, son sus portavoces. Pero es una verdad dolorosa que nosotros preferimos apagar con el ruido de la banalidad o de la inconsciencia.
Publicado en el número 3.007 de Vida Nueva. Ver sumario