MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
Se supone que, cuando uno se va haciendo mayor, adquiere una cierta sabiduría y una visión más amplia y ajustada de lo que le rodea. A mí me pasa lo contrario: cada vez entiendo menos. Les pondré algún ejemplo.
Cuando esto se publique –servidumbres de la falta de inmediatez–, ustedes y yo ya sabremos si los Estados Unidos de América están presididos por Clinton o –¡Dios no lo permita!– por Trump. Pero cuando escribo, a cinco días de las elecciones, mientras vemos crecer las posibilidades de este último, yo, literalmente, no puedo entender que un sujeto tan tosco, tan soez, racista, machista y mentiroso sea elegido por millones de personas. Sé que su odiada rival es vista por muchos americanos como una intelectual elitista –lo que probablemente es–, fría, poco carismática y, para colmo, mujer. Pero, además de una amplia experiencia política como secretaria de Estado, es una persona razonable, y solo por eso mejor que Trump.
Tampoco puedo entender que nos conmovamos hasta las lágrimas viendo películas como La lista de Schindler, El pianista, La vida es bella o cualquier otra de las miles que se han hecho sobre la barbarie nazi. A oscuras, en nuestra cómoda butaca de un cine, pensamos con los ojos húmedos que nosotros nunca hubiéramos actuado así, que de haber vivido en esa época lo hubiéramos denunciado y lo habríamos combatido con todas nuestras fuerzas. Pero no nos conmovemos ahora, cuando vemos en nuestros televisores, cada vez con mayor grado de indiferencia, cómo miles de africanos mueren ahogados en un Mediterráneo que suponía una unión de civilizaciones, y que es ahora un cementerio de cadáveres anónimos, de seres humanos, como nosotros, que huyen de guerras o hambrunas.
Todos celebramos en 1989 la caída del Muro de Berlín y lo festejamos como un cambio de época, pero ahora construimos nuevos muros, reales o legales, o confinamos a los refugiados en campos inhumanos, lejos de nuestra vista. ¿Se espantarán nuestros hijos o nietos algún día cuando vean en la sala de un cine lo que ahora ocurre ante nuestra mirada impasible?
Y otro caso. Pese a ser jurista, nunca he sido legalista. Creo con Jesús “que el sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”, pero me asombra sobremanera que dirigentes políticos, a los que al menos se les supone responsabilidad, en nombre de entelequias –no existe “el pueblo de” como tal, como entidad con derechos, los derechos son siempre de las personas, individuales, por tanto– digan que si las leyes (o sentencias) no les gustan o van en contra de lo que ellos piensan, las incumplirán. ¿Puedo saltarme un semáforo porque no me gusta, porque va en contra “de la voluntad del pueblo”? Imaginen lo que ocurriría. Las leyes no son más que “las reglas de juego” para poder convivir de la manera más digna y mejor, más igualitaria. No podemos saltárnoslas.
Herodoto cuenta que, cuando moría el rey de los persas, durante cinco días quedaban derogadas todas las leyes para que la experiencia de caos y anarquía hiciera reconocer a los ciudadanos la necesidad de un nuevo rey que repusiera las normas y trajera con ellas la justicia. Lo que esta experiencia nos demuestra es que las formas deseables de vivir acaban resurgiendo, a pesar de las circunstancias adversas.
Les he contado solo tres ejemplos de cosas que no entiendo de la actualidad. ¿Me estaré volviendo más tonta o alguno de ustedes participa de mi estupor? Si fuera esto último, por favor, díganmelo.
Publicado en el número 3.012 de Vida Nueva. Ver sumario