CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
No podían comprender –y quizás tampoco lo querían– el inexplicable y heroico comportamiento de aquellos hombres y mujeres, y hasta niños y adolescentes, que se dejaban llevar al tormento en las calles o a las fieras en el circo para confesar su incuestionable fidelidad a Jesucristo. San Agustín, siempre maestro, ofrecía la razón: estos cristianos han hecho en la plaza pública lo que cada día realizan sobre la mesa del altar en la celebración de la eucaristía. Aquí se ofrecen como Cristo en honor del Padre; ahora quieren ser fieles testigos de su Señor Jesucristo.
Altar y calle son inseparables. Altar es la palabra, la mesa donde se comparte el sacramento de la fe, la oración, la eucaristía. La calle es el comportamiento visible y palpable de la coherencia entre lo que se celebra en el templo y la conducta religiosa y moral de cada día y en todas las circunstancias.
El altar, sin la calle, es privatismo, esconder la luz debajo del celemín, intimidad miedosa y evasiva y un tanto cobardica por el qué dirán al no guardar la disciplina partidista. Puede ser un recurso de sublimación ante la falta de coherencia entre lo que se confiesa y el testimonio que se regatea.
La calle sin altar, por su parte, se convierte en victimismo compasivo y quejumbroso sobre lo mal que nos tratan los otros. Sin tener para nada en cuenta que nosotros no tenemos ninguna vocación de víctimas, sino de ser testigos humildes y creíbles de quienes desean seguir fielmente a Jesucristo.
No podemos caer en una especie de travestismo que cambia la palabra con la finalidad de disimular el contenido y poder darle un tinte de actualidad secular y de olvido religioso. Es el efecto pernicioso del secularismo, que prefiere hablar de solidaridad en lugar de caridad fraterna; de tolerancia a lo que es de justicia; de altruismo en vez de lo que es la grandeza de la misericordia.
El honor de Dios se reconoce y celebra en el altar. Y testigo fiel y creíble es el mártir, que honra a Dios en la confesión heroica y pública de su fe. Altar y calle son inseparables. Lo cual no quiere decir que haya tantas y tantas personas, con un corazón noble y generoso, comprometidas en servir a los demás; en promover acciones para restaurar la justicia y el derecho; en llevar la ayuda necesaria, y hasta entregar personalmente su vida en favor de las causas más justas.
Publicado en el número 3.012 de Vida Nueva. Ver sumario