El ayuno que Dios quiere [extracto]
FERNANDO CHICA ARELLANO, observador permanente de la Santa Sede ante la FAO, FIDA y PMA | No son pocos los que se preguntan por el sentido del ayuno, práctica que la Iglesia recomienda de manera particular durante el tiempo de Cuaresma. Para muchos, en efecto, se trata de un ejercicio que “no lleva a nada” o “pasado de moda” para el contexto actual. Este interrogante, sin duda, nos debe impulsar, no a la supresión de una práctica que hunde profundamente sus raíces en la enseñanza bíblica, sino a una vivencia de la misma según el querer de Dios, esto es, desde su expresividad más genuina.
El profeta Isaías nos brinda una reflexión sobre el ayuno que Dios quiere. Lo hace en uno de los oráculos con mayor fuerza y belleza que encontramos en la tercera parte del libro, designada por los estudiosos “el Tercer Isaías” (cap. 56-66), escrita al parecer en la época posterior al exilio de Babilonia. Un tiempo marcado por la necesidad de reconstruir, a la vuelta del destierro, no solo las ciudades sino la vida del pueblo elegido, su relación con Dios y con los hermanos. La pregunta por el ayuno, en el texto bíblico, es por tanto una pregunta por la clave para reedificar la sociedad en el encuentro con el Señor.
En este contexto, el profeta propone el verdadero sentido del ayuno, y lo entiende, en primer lugar, como “soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos” (Is 58, 6). Se trata de romper con todo tipo de esclavitud, con la injusticia que cierra las puertas de la libertad y con la discriminación que roba a los más pobres la posibilidad de acceder a lo que necesitan para su vida. La imagen de la prisión o de las ataduras remite a las múltiples formas de esclavitud que las personas pueden experimentar.
Ayunar es, asimismo, “partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos” (Is 58, 7). Así, el ayuno se convierte, según Isaías, en un abrir el corazón a las necesidades apremiantes de los hermanos que piden una respuesta de misericordia de nuestra parte. No se vive el ayuno sin esta dimensión de apertura al otro.
Desde la misericordia
A partir del texto bíblico que hemos considerado, la vivencia del ayuno y de las demás prácticas penitenciales de la Cuaresma ha de hacerse desde la misericordia y caridad que están contenidas en ellas. Vaciarlas de este significado es quedarse en el ritualismo, permanecer en la indiferencia o en la ceguera frente a lo que Dios realmente quiere; se convertirían solo en la ejecución de una pantomima, como la que describe el mismo Isaías en el citado pasaje (cf. 58, 5).
La Palabra de Dios recalca el partir o el compartir, puesto que el ayuno se debe entender como una renuncia que mueve a ofrecer a otros lo que les hace falta, es decir, el ayuno va unido a la solidaridad.
Nos dispone a que fundamentemos nuestra vida en la convicción de que la generosidad con los más postergados multiplica y nos atrae la bendición divina; de que compartir los bienes con los pobres y hambrientos es cuestión de justicia.
Vivir auténticamente el ayuno nos abre el corazón para que reconozcamos los dones de Dios y, al mismo tiempo, nos esforcemos para que estos alcancen a todos. Nos ayuda a identificarnos como administradores y no como dueños de los bienes de la creación, a tener en claro su destino comunitario y la necesidad de iniciativas para que todos puedan disfrutar de ellos, pues, como dijo el beato Pablo VI en su Discurso ante la ONU, el 4 de octubre de 1965, no se trata de disminuir los invitados al banquete de la vida, sino de distribuir mejor el pan entre todos.
Entender y vivir el ayuno desde esta perspectiva, además de propiciar una verdadera renovación de esta práctica penitencial en las comunidades cristianas, nos descubre la clave para forjar un mundo donde reinen la justicia y la solidaridad para todos. Es lo mismo que el profeta anuncia a continuación de los versículos antes citados: “Entonces surgirá tu luz como la aurora…, se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia…, clamarás al Señor y te responderá…” (Is 58, 8ss).
No hagamos de esta Cuaresma una más de tantas, otro intento fallido. Permitamos a Dios que se posesione de nuestra vida. A ello nos va a ayudar el acoger con humildad y convencimiento las palabras del Santo Padre, que nos exhorta a evitar cualquier forma de mezquindad y a abrirnos sin vacilación al compartir, a ver en los débiles y marginados no un estorbo, sino el don que proviene del Señor y la maravillosa oportunidad de vivir la misericordia que nos distingue como hijos de Dios (cf. Mensaje para la Cuaresma 2017).
Hagamos de esta Cuaresma y de la práctica del ayuno, de la oración y de la limosna el impulso interior que transforme nuestro corazón y nos mueva decididamente “a contribuir a la realización de una tierra sin pobres, que quiere decir construir una sociedad sin discriminación, basada en la solidaridad que lleva a compartir cuanto se posee, en una distribución de los recursos fundada en la fraternidad y en la justicia” (Papa Francisco, Audiencia general, 10 de febrero de 2016).
Publicado en el número 3.027 de Vida Nueva. Ver sumario
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