CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
No sé qué extraña cruzada antirreligiosa se está emprendiendo desde distintos centros de opinión, movimientos emergentes, grupos políticos y hasta desde autoridades públicas. Todos tienen una bandera común y un culpable e intencionado desconocimiento de la realidad social en la que viven, aunque sean los representantes del pueblo, de todo el pueblo al que deben servir.
Se trata del desmesurado interés por erradicar cualquier signo de carácter religioso. Desde el cambio del nombre de las celebraciones: Navidad por fiestas de invierno, Semana Santa por las de primavera y hasta la fiesta de la Patrona del pueblo por la del encuentro de ciudadanos y emigrantes. Seguirán, en el afán de limpieza de costumbres arraigadas y tradiciones muy queridas, por derribar monumentos, cambiar nombres de calles y hasta el vocabulario. Una cruzada de destrucción movida por parte de una especie de talibán –el de los Budas de Bãmiyãn–, pero del más zafio cuño del estilo carpetovetónico.
Y ahora viene lo más cínico e infame, que es poner como razón de estas actitudes intolerantes y ofensivas al pueblo –al que hay que respetar y servir–, con el desvergonzado pretexto de evitar aquello que pueda suscitar incomodo y ofensa a los creyentes de otras religiones o de los ateos.
De ruindad se puede calificar esto. Pues se busca la causa en una especie de hipócrita paternalismo en defensa de otras religiones. ¡Pobres creyentes con estos amos protectores! No se dan cuenta de que están vilipendiando a los que dicen respetar en sus creencias, considerándolos intransigentes con aquellos que forman comunidad en el mismo pueblo y que se incomodarán porque sus vecinos guarden sus costumbres religiosas, celebren sus fiestas y salgan a la calle, no para presumir ni incordiar al que piensa de otra manera, sino como un deseo de compartir con todos lo mejor que cada uno ha recibido de sus antepasados.
Ni proselitismo, ni agresión a la conciencia de los demás, sino gesto de participación en la alegría que uno pueda tener.
El mejor respeto a los demás es manifestarse como uno es, sin esconder la propia personalidad, las convicciones religiosas, la idiosincrasia cultural, la raza o el país de donde procede. Una cosa es que convivamos culturas diferentes, multiculturalismo, y otra es que tengamos que olvidar nuestras tradiciones y modos de hacer.
Publicado en el número 3.029 de Vida Nueva. Ver sumario