(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“Nuestro mensaje específico es sostener que Dios se ha manifestado de una manera insuperable y única en Jesús de Nazaret, que fue crucificado, murió, resucitó y vive y convive entre nosotros. Todo lo demás son importantes prolegómenos…”
Desde hace ya mucho tiempo se viene anunciando la muerte de Dios y de la religión. Sin embargo, uno y otra parecen tener una mala salud de hierro, porque no solamente no han muerto, sino que están gozando de un fuerte incremento en todo el mundo. Actualmente, de los 6.700 millones de habitantes del planeta, el 91% practicamos alguna religión y, según la revista National Geographic, está en auge la peregrinación religiosa, llegando el año pasado a unos 300 millones de peregrinos.
Naturalmente, no podemos meter a todas en el mismo saco, sino que hay entre ellas enormes diferencias. Pero todas parecen coincidir en algo fundamental de la experiencia religiosa; o sea, que el hombre descubra a Alguien a través de algo: del bosque, del volcán, del parto, de la muerte, etc.
Pero, si bien se mira, los cristianos tenemos una especial dificultad. Es decir, nuestro último argumento, el fundamento del Cristianismo no se basa -aunque también- en cuestiones de moral natural, que es donde se mueve habitualmente nuestro debate -matrimonio monógamo e indisoluble, derechos humanos y justicia social, rechazo del aborto y de la eutanasia, etc.- Nuestro mensaje específico es sostener que Dios se ha manifestado de una manera insuperable y única en Jesús de Nazaret, que fue crucificado, murió, resucitó y vive y convive entre nosotros. Todo lo demás son importantes prolegómenos, donde cabe el diálogo, la discrepancia, la coincidencia o la concesión, etc., pero no la verdadera evangelización, que es en realidad nuestra misión de testigos del Resucitado.
Sin negar por ello la salvación de nadie, porque Dios quiere que todos los hombres se salven, y el viento del Espíritu Santo se encarga de sembrar a voleo la simiente de Cristo aun fuera del huerto de la Iglesia, en el corazón de los hombres de buena voluntad, como dice el Concilio Vaticano II (L.G.16).