Recuerdo hoy mi primer encuentro con este hombre, a la entrada del seminario Palafoxiano en Puebla, México, donde se reunía la III Asamblea de los obispos latinoamericanos. Los periodistas acreditados ante el CELAM llevábamos el nombre de monseñor Oscar Arnulfo Romero en nuestras agendas, como un objetivo de trabajo. Una mañana, durante el receso, lo tuvimos ahí, al alcance de nuestras cámaras y micrófonos.
De baja estatura, piel trigueña, con la apariencia de timidez de cualquier cura de pueblo. Cuando lo cercamos miró alrededor como en busca de ayuda. No parecía, ciertamente, el personaje que uno presentía detrás de las noticias que llegaban de El Salvador.
Era un hombre al que la notoriedad había tomado por sorpresa. Como suele ocurrir con los grandes hombres, él era el último en enterarse de la magnitud descomunal del papel que estaba desempeñado en su país. Desde su catedral inconclusa de San Salvador había adoptado una actitud de defensa de los más pobres, y sin ambigüedades ni equívocos condenaba la violencia del gobierno y de los ricos, y era fama que había estado a punto de correr la suerte de los seis sacerdotes salvadoreños asesinados en los últimos dos años.
Así lo dejé escrito en Testigo de Seis Guerras, un libro de crónicas de aquellos años. Después, al intensificarse la guerra en El Salvador, monseñor Romero fue la fuente preferida de los periodistas. Los domingos llegábamos a la catedral con nuestras cámaras, grabadoras y libretas, porque en la misa el Arzobispo nos ofrecía la más clara y franca visión de lo que estaba sucediendo. En una de esas ocasiones, un lado de la catedral estaba tomado por decenas de campesinos que el día anterior habían llegado, huidos, desde Chalatenango, todavía aturdidos por el ruido de los disparos de militares y guerrilleros. Aquella catedral se había convertido en la casa de todos los desplazados por la guerra.
Cuando meses después conocí la noticia de su asesinato, mi sorpresa no fue total. Algo me decía que en aquel país, signado por la muerte violenta de sacerdotes y religiosas, la voz libre del arzobispo Romero, sería acallada.
La investigación periodística de Carlos Dadá (2º Lugar Premio Latinoamericano de Periodismo e Investigación 2010 – 2011 del Instituto de Prensa y Sociedad – IPYS y Transparencia Internacional), descubre las razones de esa premonición y adelanta explicaciones para los casos de amenazas y muertes de obispos y sacerdotes en Colombia.
En efecto, ese asesinato hizo parte de una guerra a muerte contra el comunismo.
El arzobispo hablaba en defensa de los pobres, luego era comunista. Denunciaba los abusos del ejército, luego era comunista. Clamaba contra el sistema de injusticia y exclusión imperante en El Salvador, luego era comunista y puesto que el comunismo era el enemigo, el arzobispo Romero debía ser silenciado.
El relato de Dadá deja al descubierto ese pobre razonamiento que sirvió de sustento a la decisión de asesinarlo. La opción por los pobres, tiene un costo alto para las víctimas, y bajo para los victimarios.
Bastó un disparo para silenciar al arzobispo y al sicario le pagaron mil colones. El automóvil blanco que esperaba al asesino cerca de la capilla no tuvo que arrancar con chirrido de llantas, lo hizo a velocidad normal porque asesino y colaboradores contaban con un ambiente cómplice.
A pesar de eso la historia del capitán Saravia, los reconcomios de Gabriel Montenegro vinculado al grupo sin conocimiento de su objetivo, la ira inextinguida de D’ Aubuisson, indican que todos, consumado el asesinato, tuvieron que admitir la estupidez de haber dado muerte a un hombre bueno. El primero de ellos, el capitán Saravia, ha huido de las autoridades; conversó con Dadá en un lugar secreto y sórdido que nadie conoce, pero hasta allí llega el sonido de ese disparo que cambió su vida y la de todos los que intervinieron en la Operación Piña. Cuando leí los detalles de esta historia, entendí que en esa operación montada por el odio, se destacaba como un punto de luz en la oscuridad, la opción del pastor por los más débiles y golpeados de sus feligreses. Fue como ver la presencia de Dios, nítida y deslumbrante, en la torpe historia escrita por los hombres. Ver investigación periodística en www.elfaro.net/es/201003/noticias/1403/ VNC