(Juan María Laboa– Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas)
“Hablamos de las iglesias como lugar de acogida, fraternidad y culto compartido, pero habría que tener en cuenta las oportunidades que nos ofrece un diálogo cultural bien planteado que llegue e interese a quienes no participan de nuestra fe”
Un matrimonio joven me explicaba sus apuros al tener que responder a las preguntas de sus cuatro niños sobre temas religiosos. Asisten a un colegio privado en el que conviven niños de diversas religiones y preguntan el porqué de muchas prácticas de sus compañeros y, de paso, de las suyas. No estamos preparados para responder sobre la especificidad de nuestra identidad y la racionalidad de nuestros ritos. Incluyo a la mayoría de los clérigos que se parapetan en el argumento de autoridad.
La presencia de cinco millones de emigrantes en España es un reto apasionante para los cristianos. Hablamos de las iglesias como lugar de acogida, fraternidad y culto compartido, pero habría que tener en cuenta las oportunidades que nos ofrece un diálogo cultural bien planteado que llegue e interese a quienes no participan de nuestra fe. Ya no podemos entender el mundo en términos sociales, sino culturales. El mundo privado ha invadido el público y la cultura sobrepasa con frecuencia a la política.
Hoy existe una manera de defender la individualidad: defender los derechos de cada uno a controlar el medio ambiente de las actividades humanas, los juicios de valor sobre cómo comportarse con el otro, la comprensión personal de la libertad religiosa y de las prácticas religiosas. Se ha producido una transformación de la condición humana y una transfiguración del mundo. Para muchos, éste ha perdido todo sentido. Pero esa transfiguración y ese sinsentido no pueden transformarse con estereotipos y fórmulas vacías. Urgen nuevos caminos para evitar la ruptura con el pasado, ofreciendo el sentido de lo religioso con lenguaje y símbolos capaces de significar, comprensibles para todos, sin banalizarlo ni confundirlo con el turismo.