ALBERTO RUBIO. ECONOMISTA – Una compulsiva tendencia por acumular riqueza en la forma de moneda, con preferencia depositada en zonas bancarias libres y con beneficios fiscales (conocidas como “paraísos”), parece ser otro de los preocupantes rasgos de la época. Al menos para una muy limitada parte de la humanidad; ese uno por ciento que concentrará en 2016 un 50 por ciento de la renta mundial disponible, según lo reconocen organismos internacionales –en el caso de algunos países– llega ya al extremo de un 96 por ciento.
La inquietud y preocupación que origina esta situación tiene al menos tres facetas: la desmesura, su origen generalmente tortuoso y la soberbia indiferente por la desigualdad.
El hilo vinculante es el dinero. Ese instrumento al que los economistas asignamos la triple función de “unidad de cuenta”, porque es denominador común del valor de los bienes, “medio de pago”, porque permite realizar transacciones y “reserva de valor”, porque se acrecienta al percibir intereses, lo cual permite asegurar y hasta mejorar los consumos futuros y hacer frente a imprevistos, siempre que el aumento de los precios no carcoma su poder adquisitivo.
Al mismo tiempo, el dinero es objeto de deseo, de multiplicación y de acumulación. Es en realidad un artificio del hombre, porque no tiene valor en sí mismo, sino que vale por aquello que representa o permite hacer. Es sin duda un disparador de codicia, porque permite poseer más de lo necesario, según la idiosincrasia de cada quien se trate.
Aunque lo dicho hasta aquí me parece suficiente como para insinuar las energías que puede liberar sobre el sistema social, ocurre que el dinero ha demostrado a su vez capacidad de generar dinero sin pasar por la producción de bienes o la prestación de servicios intercambiados por él.
Las entidades financieras, bancarias y no bancarias, han sido artífices de esta realidad, ofreciendo simples y también sofisticadas oportunidades de transformar los saldos monetarios o la capacidad de ahorro de las personas en más dinero. Este proceso ha llegado a niveles tales que no existen hoy suficientes bienes disponibles como para absorber todo el dinero que circula en el mundo.
Como expresa un estudioso de este fenómeno, por los desequilibrios que genera el exceso de moneda, denominado liquidez, “el auge del dinero no ha sido, y nunca podrá ser, un proceso apacible” (Niall Ferguson).
La gran mayoría de las crisis, una constante en la historia del capitalismo moderno, tienen su origen en el cese abrupto de situaciones económicas de euforia fundadas en una indiscriminada y mal controlada multiplicación monetaria.