DOMINGO SALVADOR CASTAGNA. Arzobispo emérito de Corrientes (Argentina)
Concluye el año litúrgico y se avizora, con el tiempo de Adviento, un año nuevo de la fe. La Iglesia celebró la solemnidad de Cristo Rey. Lo hizo con un texto bíblico de particular significación. Es un momento, el más humillante de la Pasión del Cordero sin mancha; que ofrece su vida, también por aquellos que se ensañan cruelmente con Él: “Sus jefes, burlándose, decían: Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el elegido! También los soldados se burlaban de él…” (Lc 23, 35-36). No advirtieron que su muerte en Cruz, ejecutada por ellos, era la forma elegida por Dios para salvar a los hombres. Es, ciertamente, el verdadero elegido y ungido para hacerse cargo de la salud de todos. La primicia, después de María y sus fieles seguidores, es aquel “buen ladrón” que, ajusticiado junto a Él, le pide ser partícipe de su Reino eterno. La respuesta de Jesús agonizante dispone de un valor significativo que vierte su luz sobre quienes adoptan la misma actitud postrera.
Dios es el Padre bueno de la parábola. Va al encuentro de su hijo que regresa hecho una miseria. No le produce asco el estado de sus vestidos rotos y mugrientos. Corre hacia él para abrazarlo y besarlo.
Recuerdo al Santo de Asís cuando abraza y besa al leproso o al santo Cura Brochero que matea con el rebelde serrano, afectado también por la lepra, hasta que muere entre sus brazos –convertido y absuelto– como un inocente bebé. El Padre Dios, con el abrazo de bienvenida, produce un cambio en su hijo. La parábola es una descripción simbólica de lo que ocurre en el encuentro entre Dios y el pecador.
La escena de la cruz deja en claro la transformación que Dios causa en el pecador arrepentido. Aquel “buen ladrón” llamado –según una firme tradición– Dimas, es transformado interiormente por el perdón de Cristo. Ya no es el bandolero condenado a muerte, sino el santo destinado al Paraíso. Nos es preciso acceder al encuentro con el Salvador, dejarnos llamar, consentir en ser abrazado y besado por el Padre, sin avergonzarnos por nuestros inocultables harapos y por la debilidad de nuestras fuerzas morales. La seguridad de que el poder de la gracia de Cristo resucitado hará posible, en nosotros, lo considerado imposible “para los hombres”, alentará nuestro peregrinaje de regreso. No es fácil, ante la experiencia dolorosa de nuestros fracasos, trasmutar la seguridad puesta en nosotros mismos, en la depositada –por la fe– en el amor del Padre, testimoniado al ser notificadas la Muerte y Resurrección de Jesús.
Pero es la “dirección obligatoria” que indica cuál es nuestro futuro. De esta manera Cristo se constituye en Rey. Su dominio se aleja infinitamente de la concepción autoritaria que algunos protagonistas de la política contemporánea intentan imponer. Jesús justifica doctrinalmente la naturaleza de su autoridad: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mt 20, 25-28). No existe otra forma válida de ejercer la autoridad. ¡Cuán otro sería el mundo si quienes se confiesan cristianos y se dedican a la política, como ejercicio del poder, pusieran en práctica esta enseñanza del Señor! Algunos lo lograron, me refiero a reyes y emperadores santos, y quienes, más cercanos en el tiempo, están propuestos como modelos de auténticos políticos y estadistas cristianos: entre ellos Robert Schumann, padre de la unidad europea. La solemnidad de Cristo Rey nos ofrece la oportunidad de reavivar el sentido evangélico de la autoridad: al servicio del pueblo. La autoridad de este divino Rey está orientada, de manera ejemplar y exclusiva, al verdadero bien común. Sus seguidores, o auténticos discípulos, concretan, en su compromiso histórico, el pensamiento de su Señor y Maestro. Para ello, renuncian humildemente a imponer un proyecto inspirado y diseñado por “el pecado del mundo”.
Cristo Rey nos ofrece la oportunidad de reavivar
el sentido evangélico de la autoridad: al servicio del pueblo
Cristo es Señor y ejerce un verdadero dominio –viene del término latino dominus– en lo que Él entiende como logro de la auténtica autoridad. Ella consiste en el servicio humilde, cuanto más humilde mejor. De esa manera, siendo el más grande se comporta como el más pequeño; siendo el más importante e imprescindible, transita el camino doloroso del desprecio, la marginación y la muerte ignominiosa de la cruz. Es así como es Señor, como pone su indiscutible autoridad al servicio de la reconciliación y de la paz, en un mundo hecho añicos por la dispersión. El término “autoridad” puede ser descompuesto como “autoría-de-unidad”. El momento supremo de su autoridad coincide, misteriosamente, con el de su humano aniquilamiento: la muerte en cruz. Cuando sus implacables enemigos creen haberlo despojado de todo poder es cuando lo recibe en plenitud: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos…” (Mt 28, 18-19). Cristo es nuestro Rey y se constituye en tal cuando se deja inmolar por nuestro bien –el de todos los hombres– incluso de quienes lo odiaron hasta ese inexplicable extremo. El grito postrero de los mártires españoles y mexicanos es el reconocimiento de su Reinado: “¡Viva Cristo Rey!”.