Hay en América Latina una importante sede episcopal cuyo pastor es tan celoso de su rebaño que no permite que ningún otro obispo asome su mitra por su jurisdicción para celebrar cualquiera que sea la cosa. Ni pidiendo permiso. Más que a una comunidad de hijos de Dios, eso recuerda a un cortijo.
Hubo un tiempo en que monseñores había –sobre todo llegados de ultramar– que recelaban ante el tiempo de las escalas de sus vuelos en Madrid. Lo he escuchado de algún purpurado. Lo mejor era no salir del aeropuerto. Otros que lo hicieron, porque tenían un compromiso que cumplir en alguna congregación o parroquia, tenían que dar cuenta de ello, extremando el cuidado como el adolescente en su primera salida.
No podrán acusar de esto a Carlos Osoro. En el todavía poco tiempo que lleva pastoreando Madrid, su diócesis ha sido utilizada –dicen que con premeditación y alevosía– como pista de aterrizaje de resistencias y resistentes a las reformas de Francisco. Y la Archidiócesis sigue siendo base para que otros obispos, con la excusa de congresos y simposios internacionales, americen en ella para cargar los depósitos con los que regar recelos y descontentos.
No hay que tomarse esto como una debilidad del cardenal de Madrid. Al contrario. El cristianismo se expandió poniendo los pastores un pie delante del otro. Sorprende, sí, que quienes eran tan celosos del plácet, anden tan sueltos, salvo que hayan visto que lo de entonces era pleitesía, más imperio que Evangelio.
Osoro, dicen, nunca irá a la confrontación, no le importa que pasen otros pastores por sus cañadas ni ha puesto espías en las puertas de entrada. La Plenaria de marzo le dejó noqueado –golpe que acusó también Roma–, pero desde su esquina se proyecta otra Iglesia.