Una lectura antropológica del velo


Compartir

Una vez más se publica un libro sobre el velo en la sociedad monoteísta del Mediterráneo (Comment le voile est devenu musulman), no recientísimo pero diverso de los demás. El autor, Bruno Nassim Aboudrar, afronta este tema —que se ha vuelto de gran actualidad— desde un punto de vista original. El de un estudioso de sistemas visuales desde un punto de vista antropológico, que capta en seguida una diferencia sustancial entre las tres religiones monoteístas en su diferente relación con la visualización, con el poder de la mirada.

Se trata de una relación complicada y negada en el judaísmo y en el islam, donde a la vista se prefiere como sentido principal el oído, a través del cual se llega a la escucha de las palabras del texto sagrado. A diferencia del cristianismo, donde la encarnación abre la posibilidad también a la vista para convertirse en una vía de acceso a lo sagrado.

Pero hoy todo cambia: la civilización contemporánea, que es una civilización ya con efectos globales, influye inconscientemente también a la islámica, que siempre había sido caracterizada por el ocultamiento, una cerrazón a la vista de lo que es importante. Baste recordar que las mezquitas en el extranjero son casi imposible de distinguir de los demás edificios, y que las casas tradicionales no tienen ventanas hacia la calle, sino que están orientadas hacia el interior.

Así, hoy, en contraste con esta larga y radicada tradición, incluso los musulmanes eligen un signo externo de pertenencia, que consiste sobre todo en el velo que cubre la cabeza de las mujeres. Ponérselo significa hacer abierta profesión de fe, distinguirse de las otras mujeres de manera visible a todos: significa entonces aceptar la cultura de la mirada propia de las sociedades occidentales.

De alguna manera, escribe Aboudrar, «el Islam ha debido padecer, por la voluntad de sus mismos celosos tradicionalistas, una violencia al menos tan grande como la que pretende imponer», porque el velo con el cual se cubren las musulmanas hoy las transforma en esas imágenes que aborrecen. Se abre una contradicción, entonces, con la cultura y la tradición que quieren representar.

Por otra parte, desde el punto de vista de las culturas occidentales, el velo a las mujeres constituye un violento ataque a uno de los fieles fundamentos de nuestra cultura, nuestro sistema visual. Occidente efectivamente ha acordado un poder sin precedentes a la vista, a la claridad, a la transparencia: el velo pone en crisis estos fundamentos con gran fuerza.

El efecto paradójico del velo no es sólo en el plano de la imagen, sino también desde el plano de la tradición escrita. Efectivamente, de las tres religiones monoteístas que han construido la cultura del mundo antiguo, la única que se ocupa seriamente del velo, discutiendo sobre el plano religioso y no solo social, es la cristiana. La única en la cual el velo no ha sido nunca obligatorio, y ahora ha desaparecido casi por completo incluso durante las ceremonias litúrgicas. En la tradición judía son más bien los hombres los que tienen la obligación de cubrirse la cabeza, por respeto al Dios trascendente.

El velo que Pablo impone a las mujeres se justifica por la necesidad de esconder a los ojos de los hombres el cuerpo femenino, ocasión para el pecado. Se vuelve aquí a un problema de mirada: la visión humana sería efectivamente intrínsecamente malvada, instigadora de pecado.

Incluso en la tradición musulmana, donde no existe una elaboración del velo como símbolo religioso, su función es solo esa —ya presente en las sociedades preislámicas—: una vaga necesidad de orden público, es decir, sirve para evitar que el deseo masculino por una mujer prohibida suscite desórdenes en la comunidad. El velo sirve también, implícitamente, como medio coercitivo de las mujeres, señala su sumisión a los hombres de la familia.

Solo hoy en la sociedad islámica el velo asumió una función simbólico-religiosa, es decir se ha convertido en una señal necesaria de pertenencia al islam. Las mismas mujeres musulmanas insisten en decir que han tomado libremente la decisión de ponérselo, transformándolo en símbolo religioso, intentando negar que sea una señal de esclavitud.

Este cambio es reciente, se remonta a los tiempos de la colonización y la modernización importada en algunos países árabes. En estos casos, efectivamente, se ha querido marcar con ceremonias públicas de «quitarse el velo» de las mujeres un paso adelante decisivo en la modernización de países de cultura musulmana.

La Argelia francesa o la Turquía de Atatürk, son los primeros países islámicos en los que quitarse el velo se convierte en un acto político impuesto por el Estado. El velo y la continuidad con la tradición se convierten por ello en un símbolo político, todavía hoy claro y compartido, y naturalmente reivindica la pertenencia religiosa.

En conclusión, escribe Aboudrar, las cosas serían simples si se pudieran referir solamente a la única paradoja de «representar el Islam sin imágenes y sin mujeres visibles a través de la imagen de mujeres veladas, y por ello dotadas de la más grande visibilidad». Pero todo se complica porque en occidente el velo, imagen de las musulmanas, no nos recuerda solamente el islam.

Efectivamente quedan en la memoria visual de las personas tanto los velos drapeados de las estatuas antiguas como el velo religioso cristiano. Lo cual demuestra lo que en realidad nuestras identidades están entrelazadas.