Empanada monumental


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Ignoran, como decía el argentino más universal hasta que llegó Francisco (y no, no es futbolista), que la vida es un soplo y que veinte años no son nada. Por eso, las cuatro décadas de democracia les parecen eras, con sus propias edades de hielo y leyes evolutivas, de las que ellos serían el espécimen más avanzado.

De ahí la tentación de nominarlo todo, de rebautizar y resignificar lo que les rodea, llegando a situaciones ridículas, con un punto orwelliano, que moverían a la conmiseración si no fuera porque tienen la sartén por el mango (no pega manga) y han pillado cacho en eso del poder.

Con semejante perspectiva historicista, el Camino de Santiago es, efectivamente, una ruta verde que llega hasta “el monumento”, como ha dicho alguien desde la nueva política en Compostela. ¿Monumento? ¿Quizás un menhir, un tótem, un zigurat? ¿Pensarán que ha aparecido ahí, como el monolito de la odisea espacial de Kubrick?

Andan lastimosos en la capital gallega, con el ánimo orvallado porque, a poco que se despisten, les precintan el botafumeiro hasta que pase la prueba de emisión de gases. Más allá de que “el monumento” sea uno de los motores económicos de la zona y un poderoso imán que aún atrae la fe de muchos y la curiosidad de no pocos, en 2018 hará 1.200 años (una burrada de eras al cambio actual) que empezó a propagarse la noticia de la llegada del apóstol Santiago a aquellos confines.

Dicen que una estrella alumbraba el lugar. Así empezó todo. Hoy, de aquel sistema circulatorio que bombeó el mensaje de Jesús y llevó la luz de la cultura a una época de tinieblas, esparciendo el espíritu de fraternidad y acogida que cristalizaría en el ADN de una Europa que miraba al finisterrae, algunos solo ven una buena y barata alternativa contra el colesterol.

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